Hace 148 años por Real Orden de la reina Isabel II, de España, se le concedió a Pinar del Río el título de Ciudad, nombramiento que resultó de todo un proceso de urbanización y desarrollo paulatino de la vida económica y social de la región.
En las primeras décadas del siglo XVI, el poblamiento del territorio se caracterizó por su dispersión y poca significación, además de que tuvo su origen en la población habanera, la cual comenzó a extenderse a partir del otorgamiento de las mercedes iniciales.
Según varios documentos, en la ocupación total de la demarcación concebida entre los límites de Pinar del Río, incidió fuertemente la lucha por la cobertura del espacio agrícola, pues la legislación y las autoridades intervienen a favor del cultivo de alimentos y la cría de ganado.
El ya fallecido historiador local, Gerardo Ortega, refirió en el artículo El origen de Pinar del Río, que la merced del sitio llamado así, dado por las condiciones de su asentamiento junto a un gran pinar y el río Guamá, fue otorgada el 19 de julio de 1641 a Luis de Riso; sin embargo, al no ocuparla su beneficiario, pasó a propiedad de Don Ambrosio de Cárdenas y Vélez de Guevara en 1653.
La apertura de vegas como unidades productivas en las profundidades del territorio constituyó otro elemento distintivo en la concentración poblacional, surgimiento y estructuración de la sociedad, toda vez que ganó auge el cultivo del tabaco, renglón mezclado desde entonces al progreso de la provincia.
En cuanto a las primeras viviendas, se construyeron alrededor de 1690 con guano y madera, en las inmediaciones de los caminos de Abajo (luego, Camino de los Marañones) y del Sur (más tarde, Camino del Recreo), en el lugar que hoy convergen las calles Gerardo Medina e Isabel Rubio.
Tiempo más tarde, el 23 de julio de 1774 por decreto de Don Felipe de Fondesviela, Marqués de la Torre y gobernador de Cuba, resultó declarada la cabecera de la Tenencia de Gobierno Nueva Filipina en el poblado de Guane, a orillas del río Cuyaguateje, nombre que recibió Pinar del Río.
Pese al crecimiento del número de habitantes, Vueltabajo era considerado uno de los sitios más atrasados y aislados del país, en tanto en el primero de los censos se reportaron allí dos mil 617 personas.
Sobre la urbanización, en 1773 empieza el reparto de solares y para 1787, fecha en que se traslada la cabecera a Pinar del Río, existían alrededor de 25 casas y la parroquia, todas techadas de guano.
Ya para inicios del siglo XX, el lugar contaba con una serie de servicios administrativos, comerciales, gastronómicos, sociales, entre otros, y una población de tres mil 88 habitantes en 515 viviendas, todo lo cual apuntaba a un cierto desarrollo y un mejoramiento del ambiente cívico y de su imagen urbana.
Ortega también apuntó en su investigación que por Real Decreto de fecha 23 de julio de 1859, se le concedió a Pinar del Río el título de “Villa” y se creó la metrópoli del Ayuntamiento de Pinar del Río, presidido por el teniente gobernador, y compuesto de un alcalde, dos tenientes alcaldes, 12 regidores y un secretario.
Es por todo ello, que el 10 de septiembre de 1867, se le adjudicó la condición de ciudad, y a partir de ese instante surgieron publicaciones periódicas, fieles reflejos de la evolución de la sociedad, como Boletín de Vueltabajo, El Veguero, La alborada, La paz y El eco de Vueltabajo.
El nueve de junio de 1878 por un Real Decreto se segmentó a la Isla en seis provincias y así nació Pinar del Río, con igual apelativo que el municipio y la urbe, convirtiéndose esta última, en capital de la nueva provincia creada.
San Cristóbal, Guanajay y Bahía Honda se sumaron a los límites del territorio, por ser las extinguidas Tenencias de Gobierno de Nueva Filipina.
Hoy, la localidad exhibe un rostro contemporáneo, aunque perduran los aires coloniales, cubiertas rojizas y muchos de los espacios concebidos antaño para distintos fines sociales.
También el constante ir y venir de su gente distingue las calles pinareñas, en alusión al amor a un terruño que avanza con el paso de los años, mientras resaltan la inquebrantable calidez y el sentido de pertenencia de sus pobladores.