Contramaestre, Santiago de Cuba, 9 nov (ACN) En Guayabal, Contramaestre, ubicado aproximadamente a 90 kilómetros de Santiago de Cuba, el río no tuvo compasión.
Arrasó con todo a su paso: con años de trabajo, esfuerzo, sacrificio, con lo poco o mucho que cada quien había conseguido, pero no pudo con la solidaridad, con esa ayuda entre vecinos que, en medio del miedo y la oscuridad, hizo posible lo más importante: que no se perdieran vidas humanas.
A más de diez metros subió el agua, dejando una veintena de casas bajo su corriente; las marcas permanecen en las paredes, en los desechos que cuelgan de las ramas de los árboles deshojados, en el rostro, en la mirada cansada de quienes todavía tratan de entender lo que pasó; generaciones enteras aseguran no haber vivido nada igual.
Sin embargo, entre tanto daño, hay algo que conmueve: las ganas de vivir, la fe intacta, la esperanza de que no quedarán desamparados, de que la ayuda llegará, de que lo perdido podrá reconstruirse; tal vez sea esa la manera de mantenerse a flote después de lo vivido.
Ahí están las historias que aprietan el pecho: familias que perdieron todo materialmente, vecinos que se ayudaron a salir de la única casa de mampostería en busca de altura ante la crecida, hermanas que se aferraron una a la otra para no ceder ante la corriente, y los animales rescatados.
Melissa quiso borrar todo a su paso, pero no pudo con la fuerza, con el instinto de vivir, de los que aún siguen limpiando el fango, recogiendo los restos, reconstruyendo pedazo a pedazo lo que puedan.
En Guayabal, la vida —aunque herida—, resiste, desde esa manera tan cubana de sobrevivir a todo: ayudando al otro, volviendo a empezar, incluso cuando parece que ya no queda nada.


