Neilán Vera Rodríguez | Fotos: del autor
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10 Febrero 2023

 

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Son las dos de la tarde. El sol castiga al grupo de personas que se amontonan en el patio y en el portal de la casita de mampostería. Mientras otros hablan por turno, Martha aguanta el deseo de llorar. Piensa en cualquier cosa, echa su mente al vuelo, con tal de no perder la compostura delante de sus alumnos. “Una maestra no puede permitirse eso”, se regaña mentalmente al tiempo que recupera el aplomo casi perdido en un instante.

Un funcionario lee el acta que oficializa la entrega de la distinción Joya de la Pedagogía Avileña a Martha Rodríguez Rodríguez. Luego sus estudiantes de quinto grado de la escuela Ignacio Agramonte Loynaz, en el poblado de Jicotea, Ciego de Ávila, hablan sobre la maestra. Algunos aseguran que la quieren como a su abuela, y ella enfoca la atención en la textura de las pañoletas rojas, a ver si así deja de sentir un apretón en el pecho y ese orgullo de profesora veterana.

Afuera, el viento levanta el polvo blancuzco y árido de las calles de Barrio Seco. En el portal, a la sombra del techo de zinc, Martha toma en sus manos el documento que la acredita como receptora de la distinción, y fija en la pared una placa alegórica a dicho homenaje. Sonríe ante familiares, pioneros y compañeros de trabajo.

El almanaque marca el 28 de enero y, además de convertirse en “Joya de la Pedagogía”, esta profesora cumple 65 años de vida. Desde los 20 trabaja frente a un aula. Se llama Martha por Martí, y asume como propia la máxima del Apóstol de que la educación es, ante todo, una obra de infinito amor.

“Aún recuerdo mi primer día como educadora: estaba entusiasmada. Empecé con un grupo de primer grado y, en verdad, me sentí libre, realizada. A partir de entonces este ha sido mi mundo. Puedo tener cualquier problema, que cuando llego a la escuela se me quita todo, olvido el malestar”, asegura.

¿Cómo descubrió que quería ser maestra?

“Fue en la primaria. Estudiaba en una escuela multigrado, en la localidad de La Rosa, en el municipio de Majagua. Allí ayudaba a mi maestra, Dalia Pérez de Corcho. Algunas clases las impartía yo. Cuando estaba como en quinto grado, vinieron buscando voluntarios para alfabetizar a personas que todavía no sabían leer ni escribir. Eso fue por 1969 y yo tenía 11 o 12 años. En esa labor enseñé a leer a todos mis tíos y desde entonces dije que quería ser maestra.

“Gracias a aquella tarea, comenzó a frecuentar la escuelita un asesor técnico de Educación, encargado de supervisar el proceso, y de entregarme libros, lápices y libretas. Edel, que así se llamaba, también empezó a visitar mi casa. Allí conoció a mi mamá y más tarde se casó con ella. Fue mi padrastro”.

Martha olvida las fechas. Su memoria, tan efectiva para los contenidos de la escuela, confunde años y lugares. Durante la entrevista saca de una gaveta una vieja agenda, en la que tiene anotados los momentos más importantes de su vida, y habla con un poco de seguridad, satisfecha por la exactitud de los números.

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“Me gradué en un curso de seis meses en la Escuela Formadora de Maestros de Ciego de Ávila. Comencé a trabajar en el curso 1977-1978, en el poblado de Orlando González, en Majagua. Luego fui para el municipio Venezuela, donde me tocó impartir el proceso de perfeccionamiento para el sexto grado. Después inicié mi pre-licenciatura y más tarde la licenciatura, hasta que me gradué como Licenciada en Educación Primaria en 1994.

“En 1992 me mudé para Jicotea y desde entonces laboro en la “Ignacio Agramonte”. Actualmente imparto clases en quinto y sexto grados, en las asignaturas de Ciencias”.

¿Qué asignatura prefiere?

“Matemáticas. Es la que verdaderamente me gusta impartir. En ella me siento volar… Aunque también me atrae la Historia de Cuba, a pesar de no ser de mi área”.

¿Qué es lo común en un aula? ¿Estudiantes que son buenos en las asignaturas de Humanidades o en las de Ciencias?

“Por lo menos, en los grupos donde trabajo, no sé si es porque disfruto tanto dar Matemática, a todos les gusta esa materia.”

¿Qué tipo de alumnos recuerda más?

“Personalmente, los que más me marcan son aquellos con algún tipo de problema. Hablo de niños que necesitan enseñanza especial, con una discapacidad, o que le hacen rechazo a la escuela. Siempre me he preocupado por ayudarlos, meterme en su mundo y ganarme su cariño. Se logran cosas muy lindas.

“Tenía uno con discapacidad intelectual. Con mucho trabajo, logré enseñarle a escribir un poco, reconocer las vocales y los números, dibujar... Él, dondequiera que me ve, me abraza y me da un beso.

“En Venezuela tuve alumnos de familias muy humildes. Me apegué a ellos y me recuerdan con cariño. Muchas veces me han saludado y no sé quiénes son. Me dicen: ‘Maestra Martha, yo soy fulano’. Ahí caigo.

“Algo que también me da mucha satisfacción es el trabajo con los Círculos de Interés Pedagógicos. Hoy alrededor de 28 exalumnos míos son maestros. Algunos son másteres, otros licenciados. Algunos de Primaria, otros de Secundaria Básica”.

Martha tiene una voz fuerte y sonora, quizá debido a su carácter, a los años como educadora y al cigarro. Todo en ella resulta coherente con el deseo de no llorar en público y mucho menos frente a sus discípulos, aunque algunas veces el llanto pudo más. Hace 10 años debió abandonar la enseñanza y pensó que nunca volvería.

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“En 2012 me operaron de cáncer de seno. Luego de extirpado el tumor, me pasaron por una comisión médica y el peritaje declaró invalidez total. Ya no podía incorporarme otra vez al trabajo. Fueron momentos muy tristes. No podía ver la escuela porque empezaba a llorar”.

“Empecé a dar repasos particulares, pero no me gustó. Necesito tener muchos niños delante; iba a cada rato, me metía en las aulas y daba clases. Un día fui a ver al médico y le dije que iba a renunciar a mi peritaje porque quería volver a trabajar. En 2016, cuatro años después de la operación, me reincorporé. Si me hubiese quedado en la casa, hoy no existiera”.

Cierra la agenda y todas las fechas vuelven a amontonarse entre las viejas páginas. No lo dice por las claras, pero le entusiasma la idea de que la entrevisten. Aunque nada sustituye en ella el placer de estar de espaldas a la pizarra, tiza en mano, frente a una veintena de infantes: ese es su estado natural, su pleno goce.

Cada día volverá a su centro escolar, porque ni todos los cumpleaños, distinciones y entrevistas del mundo la convencerían de dejar la profesión. Por lo pronto, seguirá siendo la maestra Martha, la de la geometría, los cálculos y las variables, la abuela severa pero cariñosa de sus estudiantes, la que no llora en público, la que forma a sus alumnos como mejores seres humanos.