Por Neilán Vera Rodríguez Fotos del autor
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24 Mayo 2023

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Todos los días Dalia se levanta a las siete de la mañana. A veces, a las seis, si Luisi despierta antes. Ella prepara el desayuno para ambos, baña a su hijo y le cepilla los dientes. Comienza cada nueva jornada con el mismo e inalterable ritual. Luego lo deja frente al televisor, casi siempre viendo noticias, y se dedica a las tareas del hogar. De vez en cuando interrumpe su quehacer y atiende el último pedido del hijo.

Otras veces Luisi se queda en el portal de la casa y ve pasar, sobre el asfalto viejo de la calle Quinta, a la gente buena y simpática del reparto Los Rusos, en Majagua, Ciego de Ávila.
Sus vecinos y él intercambian bromas continuamente. Dalia los escucha mientras sigue en los trajines de la cocina. Sonríe satisfecha, pues el instinto de proteger al vástago jamás la empujó a aislarlo de la sociedad: todo lo contrario.

El otro gran orgullo de la madre es la afición de Luisi por la Historia de Cuba. Como este no sabe leer ni escribir, Dalia convierte en sonido, con su voz grave, los párrafos grabados en tinta negra, que narran pasajes de las luchas mambisas y de toda una pléyade de figuras históricas. A la sala de la pequeña vivienda no le cabe un patriota más: lo mismo encuentras un cuadro de Fidel, que un afiche de Hugo Chávez o una foto de Los Cinco Héroes. Junto al televisor se amontonan los libros del Che Guevara, a quien Luisi rinde una veneración casi religiosa.

La madre lo oye hablar apresurado, vehemente, sobre Guillermón Moncada, Simón Reyes, Vicente García, Antonio Maceo... Hay que escucharlo. A veces repite la misma idea varias veces, si siente que no están prestando atención. Dalia lo mira y sonríe, orgullosa, por la facilidad de este para memorizar tanta información relacionada con temas históricos. Aunque, en honor a la verdad, a ella le daría igual si esa pasión hubiera tomado otros cauces y su muchacho fuera un fiel seguidor del fútbol, o de la música o de cualquier afición que lo ayudara a sentirse feliz y útil.

Un carné de identidad asegura que Dalia Calvo Fariñas tiene 52 años, aunque en realidad aparenta unos cuantos más. El documento no explica (tampoco tendría por qué) las casi imperceptibles señales de cansancio tras la trinchera de nacientes arrugas del rostro. Vestir el traje de súper mamá durante 30 años resulta un oficio agotador, aunque esto parece no borrarle la expresión afable y serena de siempre.

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Dalia se mece en el sillón y relata su historia de vida poco común. Por la naturalidad con la que habla y el visible orden de las ideas, ha contado todo esto en innumerables oportunidades. Lo hace con serenidad, sin perder el hilo de la conversación ni exaltarse. Únicamente la voz le tiembla cuando explica cómo su hijo quedó aprisionado en una silla de ruedas.

“En el momento del parto, Luisi tuvo un derrame cerebral que le afectó fundamentalmente las funciones motoras…Desde entonces entendí la tremenda lucha que nos esperaba. Aunque los psicólogos querían que me embarazara otra vez, decidí dedicarme exclusivamente a mi hijo y olvidarme de todo lo demás.

“En esos tiempos solo tenía en la cabeza conseguir que caminara. Los viajes a La Habana, a los tratamientos de fisioterapia, fueron interminables. Caminó un poquito, pero nunca consiguió hacerlo sin aparatos. A los seis años le diagnosticaron osteoporosis, con un daño muy pronunciado en las rodillas… Ahí terminó mi esperanza».

―¿Ustedes siempre han vivido en Los Rusos?

―No. Cuando Luisi era niño vivíamos con su papá en el poblado de Guayacanes. Luego nos mudamos a un apartamento aquí en Majagua, pero finalmente debimos permutarlo por esta casa. Bajar a Luisi de un tercer piso no era sencillo. Me lo montaba a cochingo. Él se agarraba fuerte y me cortaba la respiración. Cuando llegábamos al primer piso, lo ponía en la silla y yo me sentaba un momento en la escalera. Tras recuperar el aliento, subía de nuevo y cerraba la puerta.

“Así estuvimos hasta que se me paralizó la mitad del cuerpo, sin saber por qué. Luego de varias tomografías, una resonancia magnética descartó la sospecha de los médicos: no había cáncer, pero sí una esclerosis múltiple. En aquellos momentos, tanto mi familia como la del padre de Luisi apoyaron bastante. Gracias a ellos me recuperé, pude volver a caminar y recibí varios tratamientos con cámara hiperbárica.

―¿Tú y Luisi viven solos?

―Sí. Su papá y yo llevamos varios años divorciados. Aunque, igual, pasa bastante tiempo aquí, pues necesito ayuda para cargar y mover a Luisi. También los vecinos me han apoyado muchísimo. Tengo excelentes relaciones con ellos desde que me mudé. Quieren mucho a mi hijo.

***

Cuando terminan de colgar la bandera cubana, desplegada sobre las persianas del portal, comienza el pequeño acto. Están allí buena parte de sus vecinos, autoridades políticas y gubernamentales del municipio y un pequeño grupo de pioneros. El homenajeado recibe varios regalos, entre ellos, el diploma que acredita a Luis Miguel Ceballos Calvo como uno de los cinco avileños merecedores del premio Abdala, máximo galardón del Movimiento Juvenil Martiano (MJM) a nivel provincial.

El reconocimiento señala la pasión de Luisi por la Historia de Cuba y su participación entusiasta en los seminarios juveniles de estudios martianos, organizados anualmente por el MJM. En 2022 el muchacho de Dalia presentó su trabajo en la edición nacional del evento, en La Habana. Era un álbum con recortes de periódicos, revistas y libros, que recogía numerosos hechos y personalidades de la tradición patriótica cubana, y fue premiado por los miembros del jurado.

«Aunque las figuras están recortadas y pegadas por mí, porque la discapacidad de Luisi no le permite realizar trabajos manuales, la concepción del álbum, el orden de las fotos y el resto de las decisiones importantes sobre qué poner y qué quitar, corrieron a cuenta suya. Yo solo traté de seguir sus instrucciones, y confeccionar algo parecido a lo que tenía en su mente», explica Dalia.

«Debo agradecer infinitamente a los muchachos del MJM y a Claudia Ruiz, su presidenta provincial. Nadie imagina lo que significó ese gesto para Luisi. Él cumplió muchos de sus sueños en el seminario: hizo amigos, conoció lugares históricos, visitó la casa natal de Martí… Nunca pensé que viviría una experiencia así de linda».

―¿Desde cuándo Luisi tiene ese interés por la Historia?

―Era muy chiquito todavía. En aquel momento viajábamos continuamente a La Habana, al hospital Julito Díaz, donde recibía rehabilitación. Cuando íbamos por la carretera, veíamos muchos carteles con fotos de héroes y mártires. Él me preguntaba que quiénes eran y yo intentaba explicarle.

«El Che es uno de sus ídolos. Tiene una obsesión muy grande con él. De hecho, mientras estábamos en La Habana, tuvo una crisis de asma bronquial muy fuerte y debí llevarlo al cuerpo de guardia del William Soler. En la consulta, Luisi miraba y miraba a la doctora. Se dio cuenta de un parecido en la cara, en los ojos, algo de lo que ni me había percatado por el estrés de la situación. La doctora que lo auscultaba era Aleida Guevara March, una de las hijas del Che.

«En el 97, cuando llegaron a Cuba los restos del guerrillero, nos dieron permiso en el hospital a varias madres para que fuéramos con nuestros hijos hasta la autopista, cerca de la institución médica. Allí vimos pasar la caravana con destino a Santa Clara. Luisi se quitó la gorra y lloró. Fue un momento muy emotivo para él».

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2405-cgo-dalia2.jpgHugo

Chávez es otro de los grandes ídolos de Luisi. Varias fotos del líder sudamericano cuelgan en la sala del pequeño hogar majagüense. En una de esas casualidades tan extrañas, ambos nacieron el 28 de julio y, mientras el presidente venezolano fallecía en Caracas, Luisi estaba grave, en la sala de terapia intensiva del hospital de Ciego de Ávila. El 3 de marzo de 2013 ingresó en el Antonio Luaces Iraola, por una trombosis mesentérica. Allí permaneció todo un mes entre la vida y la muerte, con el abdomen abierto y 50 centímetros menos de intestino.

«No le queríamos contar a Luisi porque tenía un fanatismo muy grande con Chávez. Por supuesto, sabía de la enfermedad de este, pero evitamos darle una mala noticia en ese momento. Al final se enteró de todas formas. Todavía no sabemos cómo. Luego, uno de sus primos le prestó un teléfono celular con señal de televisión para que pudiera ver las noticias sobre los preparativos del funeral de Chávez.

«Mis sobrinos lo cuidaron en el hospital la mayor parte del tiempo. Cuando me veía, mami al fin, me pedía que lo llevara para la casa, se alteraba, le comenzaban las taquicardias, y los médicos me sacaban de ahí. Tenía a toda mi familia en el hospital: mis sobrinos, mis hermanos…

«Fueron momentos muy duros. Los médicos no pensaron que sobreviviría. Lo veían mover los labios y le preguntaban que a quién le rezaba. Él respondía que a su San Ernesto. No era a ningún santo católico: le oraba al Che. Y, mientras estaba grave, me pidió que lo dejara hacerse un tatuaje con la imagen de este. Imagínate, tenía 20 años nada más, y se me moría...»
Contra todo pronóstico, Luisi mejoró. Ya de alta médica, pudo asistir al juego de pelota en el que se retiró Isaac Martínez. Este le dedicó su último jonrón, le regaló una pelota autografiada y le presentó a los integrantes del equipo de los Tigres de Ciego de Ávila. Ya recuperado, pudo tatuarse al Che Guevara en su brazo izquierdo.

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El oficio perenne de Dalia no se reduce a asear y alimentar a su vástago. Ella lo ha enseñado a relacionarse con las personas y no aislarse del mundo. Lo lleva a visitar el zoológico, el acuario y a cuantos lugares tienen la oportunidad de visitar. Su mayor interés siempre ha sido realizar los sueños de Luisi.

Por eso, cuando el muchacho decidió crear en el barrio un comité de solidaridad con Los Cinco, ella fue la primera en apoyarlo. Y cuando este comenzó a mantener correspondencia con Gerardo Hernández, Ramón Labañino y Tony Guerrero, ella ayudó a traducir al papel todo eso que Luisi quería decirles. Y las cartas entre Majagua y las prisiones norteamericanas viajaron de una orilla a otra, como prueba de la solidaridad de Luisi, pero también como recordatorio de la dedicación y el empeño de la progenitora.

Y por eso también, como a Luisi le motivan tanto sus patriotas, al móvil de Dalia no le cabe una foto más, de las tantas que ha descargado de internet. Ella las enseña a las visitas, pues la afición del hijo se le ha contagiado poco a poco. También ha aprendido de este el entusiasmo y la constancia: no parece exhausta, cansada, ni aunque todo el mundo sepa que las dalias, además de florecer, también se marchitan.

Uno le pregunta cuándo descansa, y ella, con una media sonrisa, responde que a las 11 o las 12 de la noche, al dormirse Luisi. Nunca antes de ese horario. Asegura que en algunos momentos el agotamiento resulta enorme, desesperante, pero cambia pronto el tema de conversación, habla de nuevo sobre Luisi y le vuelve el brillo maternal a los ojos.

Habla poco sobre ella misma y solo cuando le hacen una pregunta en ese sentido. El resto de la charla orbita inevitablemente en torno a su hijo. Quizá porque, luego de 30 años, ya está acostumbrada a pensar exclusivamente en Luisi o porque resulta imposible describir a Dalia fuera de su rol de madre y cuidadora. Es eso: no hay Dalia sin Luisi… como tampoco hay Luisi sin Dalia.