El 13 de julio de 1962 fue encontrado en un bote a la deriva, en la bahía de Guantánamo, el cadáver del humilde pescador Rodolfo Rosell Salas, asesinado por los infantes de marina apostados en el territorio que ilegítimamente ocupa Estados Unidos en territorio cubano, desde 1903.
A 55 años de aquel hecho, crece en Eloisa Bertot, su octogenaria viuda, los hijos de ambos Maricela (la Primogénita), Rodolfo y Reina (nacida a los seis días de muerto su padre), la indignación por el injustificable crimen, uno de los más horrendos perpetrados en la base naval del país norteño, convertida en centro de detención y tortura a principios de la actual centuria.
Para Maricela Rosell Bertot, ya jubilada, la devolución a Cuba del territorio que usurpa el enclave en que perdió su vida –de la manera más cruel- el autor de sus días, es lo que más puede aproximarse a un acto de justicia, pero se muestra pesimista por la índole del actual ocupante de la Casa Blanca.
En su opinión, si tanto le preocupan a Donald Trump los derechos humanos, debía emplear su capacidad en borrar la ignominia que para Estados Unidos significa hollar el suelo ajeno, amenazar e intranquilizar a un país vecino.
“El crimen de mi padre lo cometieron gente sin escrúpulos”, confiesa la entrevistada, a quien por su escasa edad su madre no le permitió ver las perforaciones en el cráneo y en otras partes del cadáver.
En su ensañamiento contra aquel humilde pescador, los ejecutores demostraron ser aventajados discípulos de quienes les precedieron en Auschwitz (Polonia) y en otros campos de concentración durante la época de la Alemania nazi fascista.
Con el abominable hecho los verdugos indicaron el camino a quienes tendrían la oportunidad de superarlos y perfeccionar sus métodos criminales, en pleno siglo XXI, cuando el gobierno de George W. Bush orientó construir a fines de 2001 en ese siniestro enclave militar lo que eufemísticamente denominó “campo de detención”, y donde sufrieron tortura personas inocentes capturadas durante la invasión a Afganistán.
Maricela subraya que durante aquel verano de 1962 en que marines estadounidenses dejaron huérfanos a ella y a sus dos hermanos, aún estaban húmedas las mejillas de la esposa y los nueve hijos de Rubén López Sabariego, otro humilde pescador de Caimanera, al que también masacraron pero el 30 de septiembre de 1961.
Los dos asesinatos fueron objeto de duelo y repulsa populares, pero el de Rosell Salas llevó al clímax de la indignación por la saña con que le privaron de la vida.
Personas familiarizadas con el hecho declararon, muchos años después, que la soldadesca norteamericana, insatisfecha luego de hundir punzones en aquella anatomía de 29 años, la golpearon hasta provocarle una irreversible hemorragia intracraneana.
Pareciera que con ese horrendo acto, los marines estadounidenses habían agotado en esa víctima su repertorio de desmanes, pero no, prosiguieron engarzando contra Cuba un rosario de crímenes, provocaciones y agresiones, sin igual en otra parte del planeta.
Haber nacido pobre y adivinar el futuro promisorio que deparaba a todos la Revolución Cubana, fue suficiente para despertar la ira y la vesania ancestrales del indeseado enemigo.
Rosell Salas vino al mundo en Baracoa, en 1932, época en que esa Primera Villa de Cuba era la más incomunicada y una de las más pobres del país. Muy joven se trasladó a Caimanera y se incorporó a las Milicias Nacionales Revolucionarias.
Constituía un puntal de la cooperativa pesquera de ese marítimo poblado, limítrofe con la base naval y marchó alegre el 11 de julio de aquel aciago año a cumplir con su faena diaria, luego de despedirse, con un beso, de Eloísa, que traía en su vientre a su tercer hijo y compartía con él la alegría de criar a otros dos, en medio de una alborada nueva.
Abordó el bote Dos Hermanas, sobre cuya popa lo encontraron destrozado y muerto 48 horas después, a cinco millas de Caimanera, lejos de la jurisdicción de la dantesca guarida yanqui.
A su vera, ladraba desconsolado el perro, que impotente presenció como privaban de la vida a su amo, mientras este procuraba tranquilamente el sustento para su familia.
Perseguían una respuesta violenta de las autoridades de la Revolución que les brindara el pretexto para invadir a la Isla, pero sólo consiguieron una prueba de reafirmación revolucionaria y de condena.
El multitudinario sepelio fue un acto de repudio, en el cual el pueblo en que siempre pervivirán Rodolfo y Rubén gritó de viva voz al peor enemigo de la Humanidad, que continuaría por el rumbo de la vergüenza y la dignidad, junto a la Revolución y, como marcha todavía más decidido, 55 años después de esa horrenda fechoría.
Pablo Soroa Fernández
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15 Julio 2017
15 Julio 2017
hace 7 años