La Habana, 19 jun (ACN) En abril, cuando los partes médicos anunciaron la lesión del lanzador Frank Abel Álvarez —ese pinareño que había surcado el firmamento nipón y ahora se abriría paso en México con los Guerreros de Oaxaca—, muchos pensaron en lo peor.
Pero el rumor se deslizó como un susurro por los corredores del béisbol: «Cortina lo tiene». Y bastó esa frase para que el aliento volviera a los labios de los incrédulos. Esta semana, Frank Abel lanzó su tercer bullpen con 90 envíos. No es un milagro. Es José Manuel Cortina.
Entre pinares y silencios, en el corazón de Pinar del Río, nació hace 74 años este hombre destinado a remendar lo irremediable. Su oficio: resucitar brazos moribundos. Su leyenda: sanar lo que otros dan por perdido.
No hay montaña que este hombre no haya escalado con sus pupilos a cuestas. Son docenas, quizás cientos, los brazos que han tocado su puerta: maltrechos, dolientes, olvidados. Y uno por uno, Cortina ha vertido sobre ellos su polvo mágico, ese compuesto invisible de biomecánica, anatomía, psicología, paciencia y una fe rabiosa en el ser humano.
Los devuelve al juego como si les insuflara la juventud con un soplo. Como si reparara, en efecto, el alma misma del béisbol.
Nacido en Minas de Matahambre, con verbo filoso y mirada fulminante, Cortina no solo repara cuerpos. Reeduca cerebros. Endereza espíritus.
Es un maestro sin título, un místico del montículo, un obsesionado de la excelencia que no soporta la mediocridad. Habla con la vehemencia de un predicador y el sarcasmo elegante de un poeta burlón. Cada frase suya parece arrancada de algún salmo pagano escrito en el lodo de los estadios.
Escapó hace años del cáncer como quien esquiva una recta alta. Desde entonces, vive como si no tuviera fecha de caducidad. Lo salvó el béisbol, no exagero. Desde entonces, vive para salvarlo a él.
Y sin embargo, esa figura que despierta reverencias entre peloteros, entrenadores y fanáticos por igual, nunca ha sido llamada a formar parte de un equipo Cuba. Su carácter —incómodo, independiente, rebelde— le ha cerrado puertas en salones donde reina el silencio. «Soy muy feo para ponerme ese traje tan bonito», bromea con la humildad de quien no necesita galardones para ser eterno.
Cortina es un patriota visceral. No firma contratos millonarios ni cruza fronteras por ambición. Se queda. Viaja por Cuba como un misionero sin iglesia. Hoy lo encuentras en La Habana, mañana en Guantánamo. Siempre detrás de un brazo, de un talento, de una posibilidad.
Lo han visto en bancos de madera en estadios sin graderías, tomando notas en su mente, susurrando consejos que cambian carreras. No cobra. No exige. Solo pide una cosa: que el béisbol cubano no se muera.
Ahora que Germán Mesa ha sido nombrado director del equipo Cuba para los próximos cuatro años, incluyendo el VI Clásico Mundial, el nombre de Cortina vuelve a estar en boca de los aficionados. Tal vez esta vez sí. Tal vez, por fin, le entreguen ese uniforme que se le debe desde hace décadas.
Y si no… Cortina seguirá. Sin aspavientos. Sin ruido. Remendando sueños. Dándole otra oportunidad a los que otros desechan. Cabalgando sobre un caballo invisible con su lanza de sabiduría al hombro, dispuesto a enfrentar gigantes por todo lo largo y ancho del archipiélago.
Porque hay hombres que nacen para ganar medallas, y otros que nacen para que otros las ganen. Cortina es de estos últimos. Y en un país con muchas grietas, él ha elegido ser hilo y aguja.
El béisbol cubano tiene muchas deudas. Pero pocas, tan nobles, como la que tiene con José Manuel Cortina, «El Reparador de Sueños».