Historias del playoff: La redención de Paqui

Compartir

ACN - Cuba
Boris Luis Cabrera Acosta | Foto: Autor
405
26 Mayo 2025

Santiago de Cuba, 26 may (ACN) Cuando Francisco Martínez caminó hoy hacia el cajón de bateo en la parte baja del décimo episodio, el cielo ardía sobre el Guillermón Moncada, el sol descendía lento sobre la sierra y su luz encendía las almas de miles de santiagueros que, con el corazón en la garganta, imploraban un milagro.

   Sus Avispas perdían por tres. El filo de la eliminación cortaba el aire caliente de la tarde, y el rugido de la conga se mezclaba con el aullido áspero de la corneta china. En ese instante, Paqui era la frontera entre la vida y la muerte deportiva.

   La frustración pesaba en sus hombros. Primer bate de las Avispas, jardinero central de mil carreras perseguidas en el pasto ardiente, había fallado en sus cuatro turnos previos. Su último viaje al plato había sido un nota triste: ponche sin tirarle, congelado, derrotado, silenciado por el vértigo de la impotencia. 

   Y, como si el destino se burlara, justo después, Jeison Martínez se había vestido de héroe momentáneo, sacando la bola del parque para voltear el marcador y arrancar un rugido colectivo que sacudió los cimientos del Moncada. Paqui había sido solo espectador. Invisible.

   El banco lo notó. Sus compañeros lo evitaron con disimulo, no por desprecio, sino por respeto a su tormenta interna. Él miraba fijo al suelo, mascando la impotencia. No lloró, pero su alma sangraba.

   Y entonces, el béisbol, caprichoso como los dioses antiguos, le regaló una última oportunidad.

   Las Avispas, tercas como su historia exige, llenaron las bases. El pitcher rival, Alberto Pablo Civil, sudaba, sabía que a un swing de distancia estaba el desastre. Del otro lado, Las Tunas saboreaba la victoria: solo faltaban tres outs para llegar a la gran final. Pero Paqui venía al bate.

   Se quitó las guantillas, se las volvió a poner. Miró al cielo y respiró profundo. No pensó en estadísticas. No pensó en el 5 de 20 que arrastraba en esta semifinal, ni en el ponche indigno.

   Pensó en el niño que fue, aquel que vistió el uniforme del equipo Cuba infantil, que corría en el campo de arena de su barrio con un palo de escoba por bate y una piedra por pelota, pensó en Santiago, en la Aplanadora, en los fantasmas gloriosos e invisibles que lo observaban desde las gradas: Kindelán, Pacheco, Pierre.

   El estadio era un tambor: la conga no paraba, el metal de la corneta hería los tímpanos y el canto ronco del pueblo se alzaba como plegaria. “¡Vamos, Paqui!”, gritó alguien. Y fue como un disparo.

   Su swing fue perfecto, natural, casi místico. El crack de la madera contra la pelota rompió el tiempo. Y luego, el silencio. Un segundo eterno donde nadie respiró.

   Voló la esférica como nunca antes. Se elevó por encima del jardín derecho, donde el sol aún colgaba rojo y brutal. Los jugadores de Las Tunas ni se movieron. Solo la miraron. Y luego, la explosión: Grand slam, la locura.

   El Guillermón Moncada estalló en un estruendo que pareció arrancado del núcleo de la tierra. Las Avispas se abalanzaron sobre Paqui en el plato. La conga sonó más alto que nunca. Y él, Paqui, el olvidado, el frustrado, el que no había aportado, el que había fallado cuando todo ardía, era ahora el héroe.

   Santiago de Cuba sigue con vida. Porque su gente no se rinde, porque su historia no se apaga, porque Paqui encontró la redención en el momento más oscuro.

   El miércoles, en el Bosque Encantado, se decidirá todo. Pero hoy, en el corazón de Oriente, un hombre volvió a creer en sí mismo. Y con él, todo un pueblo.