El sonido no es estridente, aunque sí persistente. Un zumbido eléctrico tenue se mezcla con el ritmo constante de los monitores en la unidad de neurocirugía pediátrica del hospital José Luis Miranda, de Santa Clara.
No es el ruido de equipos importados de última generación, sino el sonido de la inventiva cubana trabajando para salvar vidas.
El doctor Ángel Serafín Camacho Gómez ajusta con precisión un dispositivo que parece extraído de un taller de mecánica fina. Sus dedos, capaces de realizar las más delicadas intervenciones cerebrales, ahora giran un tornillo minúsculo en lo que él denomina "el perforador artesanal".
"Cada mañana revisamos el equipo", comenta sin levantar la vista del instrumento. "Este motor adaptado nos permite realizar craneotomías que antes dependían de tecnología inalcanzable por el bloqueo".
El cálculo económico es inalcanzable: más de un millón de pesos cubanos y de 40 mil a 50 mil, divisas más que deficitarias en el país, por la política de cerco económico estadounidense y la situación económica imperante al interior.
Pero las cifras, impresionantes, parecen desvanecerse ante el testimonio humano que puebla los pasillos del hospital.
Sobre una mesa de acero inoxidable descansan tres instrumentos que cuentan una historia de resistencia científica. El galeno los muestra con la mezcla de orgullo y pragmatismo que caracteriza al investigador cubano.
La pinza bipolar innovada es quizás el ejemplo más elocuente. "Las importadas cuestan cinco mil dólares y son desechables después de un solo uso", explica mientras gira el instrumento entre sus dedos.
"Nosotros recibimos estas que iban a desecharse por fallos menores, y las convertimos en herramientas reutilizables".
El proceso no es simple. Cada pinza requiere horas de meticuloso trabajo para rediseñar su punta y asegurar que cumpla con los estándares necesarios para detener hemorragias cerebrales. "Es la geometría de la necesidad", define el neurocirujano.
—Doctor, ¿qué representa para usted salvar la vida de un niño?
Camacho Gómez observa la escena desde la distancia. Su respiración se hace más profunda. "Cada vez que entro al quirófano", comienza diciendo, "sé que estoy cargando con las esperanzas de una familia completa. No resulta una metáfora. Es una responsabilidad que se vive todos los días".
Sus palabras se suspenden en el aire como buscando la forma exacta de expresar lo inexpresable. "Cuando un pequeño recupera la conciencia después de una intervención compleja, cuando sus dedos vuelven a moverse o su sonrisa regresa... en esos momentos no eres solo un médico. Eres también testigo de un milagro que la ciencia hace posible".
— ¿Cómo recibe el agradecimiento de las familias?
"Los familiares te buscan años después en los pasillos", responde con una voz que parece venir de algún lugar profundo de su memoria.
"Te muestran fotos del niño corriendo en el parque, celebrando un cumpleaños, llevando su uniforme escolar por primera vez".
Hace una pausa significativa. "Ese abrazo, esas palabras sencillas, contienen todo lo que necesitas saber sobre por qué elegimos esta profesión".
—Doctor, ¿es cierto que varios infantes llevan su nombre?
Una sonrisa diferente, cargada de pudor y algo de asombro. Si, reconoce, "varias familias decidieron ponerle mi apelativo a sus hijos, (lo dice con mucha humildad).
Cada "Ángel" representa una historia particular, un recuerdo que se graba en la biografía del médico.
En el silencio que sigue a esta confesión, se hace evidente el peso emocional que carga este hombre de ciencia. Sus lágrimas no son derrota, sino la medida exacta de su compromiso.
---¿Cómo se lleva tanta responsabilidad sobre los hombros?
"Hay noches en que regreso a casa y me siento en la sala, a oscuras", confiesa. "Repaso cada movimiento de la cirugía, cada decisión. Y lloro. Lloro por los que salvamos y por los que no pudimos. Lloro porque cada niño merece un futuro".
Sus lágrimas interrumpen la conversación, porque así es Ángel: un hombre lleno de sentimientos y sencillez, que no oculta que la emoción es el motor detrás de cada innovación, de cada noche en vela, de cada vida recuperada.
Un científico que comprende que, más allá de las técnicas y los instrumentos, la Medicina es finalmente un acto de amor entre seres humanos.
Mientras regresa al quirófano, el motor artesanal vuelve a zumbar. No es el sonido de la tecnología más avanzada, pero sí la música precisa de la vida que continúa, de futuros que se rescatan, de esperanzas que se reconstruyen con las manos de un hombre que no teme mostrar que su mayor fortaleza es, paradójicamente, su capacidad de conmoverse.
