Pijirigua y las huellas del Moncada

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ACN - Cuba
María de las Nieves Galá León | Foto: Archivo y Agustín Borrego
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21 Julio 2025

   Tengo muchas razones para amar a Pijirigua, ese pueblito artemiseño, que cada tarde ve dormir el sol tras las montañas de la Sierra del Rosario. Ahí están mis raíces, la familia que aún persiste en honrar el sitio donde mis abuelos y padres se asentaron para siempre.

   Recuerdo que, mientras estudiaba Periodismo, en la entonces Facultad de Filología, en la Universidad de La Habana, muchos de mis compañeros asociaban el nombre de Pijirigua con una popular guaracha. Y tenía que comenzar mi alegato en defensa de la tierra de mis amores.

   Pijirigua, como otros caseríos aledaños (Cayajabo, Mojanga y Las Mangas), fue incendiada a inicios de enero de 1896 durante la invasión a Occidente, por las tropas del Ejército Libertador lideradas por Antonio Maceo.

   Luego de la guerra de independencia, varios mambises construyeron sus viviendas en ese sitio. Crecí al lado de la casa de Francisco Acosta (tío Colo, como le decía), cuyo padre, Jacinto Acosta, peleó hasta el final de la guerra y conservó como testigo de sus combates el paraguayo que más de una vez sostuve en mis manos.

   Fue tío Colo, ya fallecido, quien me contó cómo algunos de los jóvenes del barrio, ubicado a unos ocho kilómetros del actual municipio artemiseño, integraron la Juventud Ortodoxa, y terminaron vinculados con las acciones del Moncada, el 26 de julio de 1953. Entre ellos están Gelasio Fernández Martínez, Guillermo Granado Lara y Florentino Fernández León; en el caso de los dos primeros, sus familias se trasladaron a vivir a Artemisa y, en el último, a Guanajay.

   Otros nombres resultaron más cercanos para Colo, quien nunca sospechó de las actividades revolucionarias de José Antonio Labrador Díaz, Fidel Labrador García y Ramón Callao Díaz, pues de haberlo sabido, hubiera estado entre los asaltantes. “Fue todo muy secreto, incluso, por aquí hubo una finca en la cual hicieron prácticas de tiro”, recordaba entonces.

   José Antonio tuvo una niñez muy triste. Nacido en el barrio de San José, en el kilómetro cuatro de la carretera de Viñales, en Pinar del Río. A los siete años quedó huérfano de madre, y su padre fue para Pijirigua con sus tres hijos. A los ocho se vio obligado a comenzar a trabajar.

  Sin dudas, su incorporación al movimiento insurreccional, que organizaba Fidel Castro, fue a través de su primo Fidel Labrador.

   Rebelde, así recuerdan a Fidel Labrador, quien muy temprano se rebeló contra las injusticias cometidas con los trabajadores agrícolas. Muy joven empezó a laborar en el envasadero de piñas de Pijirigua, propiedad del senador y magnate Manuel Pérez Galán.

   Estuvo entre los primeros en incorporarse a la Juventud Ortodoxa, se convirtió en su dirigente en el barrio y también en delegado de este en la municipalidad de Artemisa. Como tantos otros de su tiempo, se pronunció contra el golpe de Estado perpetrado por Fulgencio Batista, y participó en manifestaciones de protesta contra el tirano.

   Fidel fue de los seleccionados para las prácticas de tiro en diferentes sitios de la localidad, junto con Ciro Redondo, Julito Díaz, Ramiro Valdés y otros, que se adiestraron en el manejo de las armas. Cuentan que sobresalió por su buena puntería.  

   El 26 de julio de 1953, José Antonio estuvo en la toma del hospital civil Saturnino Lora, bajo el mando de Abel Santamaría. Allí fue hecho prisionero y asesinado, como tantos otros, por los esbirros batistianos.  

   En el caso de Fidel Labrador resulto de los que, junto a Pedro Miret y otros tres revolucionarios, se mantuvo disparando para proteger la retirada de sus compañeros asaltantes. Ahí recibió un balazo, a consecuencias del cual perdió un ojo y parte de la oreja derecha.

   Poco faltó para que perdiera la vida. En el Hospital Militar, a donde fue trasladado, le inyectaron aire y alcanfor en las venas a fin de asesinarlo. Sobrevivió gracias a la intervención de un capitán médico del ejército de apellido Tamayo, quien lo trasladó, junto a Abelardo Crespo y Pedro Miret, para el Hospital Civil.

   Luego de estar preso, con el resto de los moncadistas, Labrador se mantuvo vinculado con la lucha revolucionaria. Al triunfar la Revolución, vivió hasta sus últimos días en la localidad, en el callejón donde radica mi familia.

   Aún paso por la casona que le fue construida.

   Y siempre me digo, que muy bien pudieran convertirla en un círculo infantil o un hogar de ancianos, que tan bien le vendría a la comunidad, casi olvidada. Eso, además, de tener una pequeña sala de historia, donde se recuerden las raíces, para que el orgullo por el pasado siga alimentando el alma de las nuevas generaciones.