La tarde se desdibujó bajo un cielo plomizo, liberando una lluvia inclemente que actuó como heraldo de la furia inminente. Las calles, otrora arterias de vida y movimiento, se despoblaron, rindiéndose ante un viento que rugía con insistencia, presagiando la intensidad de lo que estaba por venir.
Se impuso la vigilia en innumerables hogares; el sueño se rindió ante la lógica del temor y a la escasa luz que persistía en contadas residencias que provenía de velas guardadas con celo o adquiridas a precios exorbitantes de última hora.

En esa atmósfera de zozobra, ni el más cómodo sillón, ni el más mullido sofá, ni la más confortable cama, ni siquiera la simple silla o el cojín ofrecían refugio. La tranquilidad desapareció por completo, ya en noche-madrugada el huracán Melissa se cernía sobre el oriente cubano, implacable.
Horas primigenias del 29 de octubre quedaron grabadas en la memoria colectiva de granmenses, santiagueros, guantanameros y holguineros.
Alrededor de las tres de la madrugada, Melissa, un nombre que en circunstancias normales evocaría dulzura, se transmutó en la encarnación de un monstruo natural, desatado sin consideración.
Sin solicitar permiso, irrumpió con violencia por la costa santiaguera, la lluvia se precipitó con la fuerza de mil lanzas, hiriendo la tierra con chorros continuos, mientras el viento adquiría la resonancia de un trueno apocalíptico.

Su poder destructivo se manifestó de inmediato, arrancando techos, derribando árboles y reduciendo a escombros cualquier objeto o estructura que se interpusiera en su descontrolado avance. "Es arrollador, no es película, es terror", resonó la cruda descripción de una colega, encapsulando la experiencia visceral y aterradora de quienes la vivieron.
Minutos transcurrieron en una dolorosa dilatación, cada uno pareciendo una eternidad, el sonido aterrador sobre cada hogar obligó a los habitantes a buscar consuelo en abrazos desesperados, uniones de impotencia ante la magnificencia del desastre.
En innumerables rincones, las plegarias se alzaron al cielo, anhelando la llegada del alba, aun sabiendo que el destrozo sería inmenso: en el patio, en la casa del vecino, en la escuela del niño. La mera constatación de la supervivencia, el hecho de estar vivos para poder narrar la historia, se convirtió en la única certeza, aunque la angustia y el dolor hicieran temblar las piernas y oprimieran el pecho.

La noche-madrugada de Melissa quedará inscrita, sin duda, en la memoria de millones de cubanos: la experiencia fue devastadora y horrible, incluso para aquellos que, compartiendo la angustia desde la distancia y con semanas de antelación al aviso, sintieron el impacto de ese golpe mortal.
En esta ocasión, la existencia de una mayor fluidez comunicacional, una preparación previa más organizada y un tiempo más prudencial para resguardar vidas y bienes materiales atenuaron, en parte, la devastación absoluta. Sin embargo, las grietas, las cicatrices profundas que los huracanes dejan perpetuamente en el paisaje, en las estructuras y en el alma, no se borran con facilidad.
El sol emerge, marcando el fin de la noche más sombría y el comienzo de un día que promete ser arduo.
Esta crónica no busca ser un mero relato de los sucesos pasados. Es, sobre todo, una manifestación de solidaridad nacida del periodismo, una fuerza que intenta acompañar y sostener en medio de la magnitud de los desastres.
Es el testimonio de la perseverancia, de la convicción profunda de que nada, ni la furia de la naturaleza ni la extensión del daño, podrá impedir que sigamos unidos para superar esta nueva y severa estocada infligida por ese fenómeno.
El camino por delante no será llano; la reconstrucción exigirá un esfuerzo titánico pero estamos vivos.
Melissa nos sacudió hasta la médula, sometió a nuestro espíritu y corazón, a una prueba sin precedentes.
Y que esto quede bien grabado: lo que suceda a partir de este momento será una nueva y poderosa demostración de amor, un amor profundo y genuino por la vida, por nuestra querida Cuba.
