Cementerio de Colón: el guion de la muerte en mármol blanco

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ACN - Cuba
Boris Luis Cabrera I Foto del autor
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27 Julio 2025

  En el corazón de la capital, donde la vida late con la cadencia caliente de pregones y sueños que se cruzan entre calles, existe una ciudad paralela que este mes cumplió 139 años de fundada: el Cementerio de Colón.

   Un camposanto hecho de mármol y silencio, donde la muerte no es final, sino permanencia, y al que los vivos acuden no solo a llorar, sino también a admirar su arte.

   La joya sepulcral de Cuba, declarada Monumento Nacional en 1987, y considerada entre las más bellas del planeta es comparada con el Père Lachaise, de París; con La Recoleta, de Buenos Aires, o el Staglieno, de Génova.

   Esta riqueza escultórica, necrópolis, en la cual respiran tantas historias por cada centímetro de mármol tallado, constituye la segunda más grande de América Latina, solo superada en extensión por el de la capital argentina.

   Fundado por decreto en 1871 e inaugurado oficialmente en 1886, nació como solución ante la saturación del antiguo Cementerio de Espada, pero el resultado fue mucho más que un espacio de descanso: fue una ciudad de los muertos, con calles y avenidas, plazas y sectores, todos con nombres que parecen salmos, como si cada cuadra estuviera custodiada por un santo invisible.

   Su arquitecto, Calixto de Loira, no alcanzó a ver su obra completa. Murió antes, víctima del destino, y fue enterrado allí mismo, e inauguró sin querer el sitio que había soñado.

   Desde entonces, más de dos millones de personas han sido sepultadas en sus 56 hectáreas, entre ellas héroes de la patria, ajedrecistas inmortales, poetas, presidentes, masones, actrices olvidadas, médicos, mártires, monjas, bomberos… y gente común, cuyas historias, aunque no talladas en piedra, respiran igual bajo tierra.

   El Cementerio de Colón es un museo a cielo abierto, donde conviven los estilos más imponentes de la arquitectura funeraria: neoclásico en columnas que rozan el cielo, barroco tardío en mausoleos que parecen templos, art decó y art nouveau en lápidas de líneas puras y femeninas, gótico en detalles que estremecen, modernismo catalán en tumbas de curvas vivas, renacentismo italiano en esculturas que aún parecen latir.

   Traído desde Italia -el mármol de Carrara— fue moldeado por artistas de renombre, cubanos y europeos, en monumentos que no solo rinden tributo a los difuntos, sino también al arte, a la fe, al poder y a la belleza.

   En las primeras décadas de la República, las familias más acaudaladas construyeron mausoleos descomunales, tratando de conservar, incluso en la muerte, el brillo de su linaje. Eran altares de vanidad, de amor o de expiación.

   Pero lo que verdaderamente hace grande al Cementerio de Colón no apunta a solo su arte, sino sus historias. Algunas desgarran: padres que enterraron a todos sus hijos antes de morir, promesas de amor cortadas por guerras o pactos de sangre sellados para la eternidad.

   Otras conmueven: devociones eternas como la de La Milagrosa, cuya tumba es aún hoy lugar de peregrinación popular. O la de los bomberos caídos, con su mausoleo que parece un juramento de lealtad petrificado.

   Aquí los fantasmas no asustan: lloran. Aquí los espíritus no vagan en pena, sino que conversan entre ellos bajo la luna. Quizás en la madrugada se pueda escuchar un réquiem lejano, o el tintineo de una medalla de soldado. Tal vez se vean ángeles —no de mármol, sino de carne etérea— sentarse sobre los panteones para contar viejas historias al viento.

   La Capilla Central, de estilo neorrománico-bizantino, con sus mosaicos venecianos, brilla como un relicario. El Monumento a las víctimas del Maine, los panteones gallegos y catalanes, el mausoleo de los Veteranos de las Guerras de Independencia, todo constituye memoria elevada. Todo es duelo convertido en arte.

   Uno no entra al Cementerio de Colón para olvidar a los muertos, sino para recordarse a sí mismo que la muerte no siempre es oscuridad. A veces, es una luz blanca y serena, una escultura perfecta, una historia que no termina, sino que comienza de otro modo.

   Y cuando uno cruza la Portada Central, ese arco de triunfo coronado por el Arcángel San Miguel, lo entiende: Colón no es un lugar para tener miedo, sino para sentir. Es la ciudad de los que se han ido, pero que aún tienen algo que decir.

   Porque hay tumbas que guardan silencio… y otras que cuentan secretos. Y en este cementerio, la muerte, más que un punto final, parece una pausa larga. Una pausa bella que, tal vez, nos invita —algún día— a volver.