Historias del playoff: El rey de los Tigres

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ACN - Cuba
Boris Luis Cabrera
352
23 Mayo 2025

La Habana, 23 may (ACN) En el templo del Latinoamericano, donde las gradas parecían estatuas grises talladas en desidia, Danny Miranda vivió hoy quizás el partido más largo de su vida. Duró apenas nueve entradas, pero en su cabeza, fueron siglos.
   Su rostro no gesticula, contiene, mastica angustias. Pero cuando Industriales, con la arrogancia de sus galones, se puso 5-1 arriba con vuelacercas de Santoya y Tomás, algo se quebró —no en él, sino en el universo entero que lucha por borrar a los que tienen que romper vaticinios en el terreno.
   No debía estar aquí, pensó. Ni sus Tigres, ni él. Pero aquí estaban, y esa historia tenía que continuar.
   Desde que empezó la Liga, Miranda ha sido un exiliado entre favoritos. Su equipo era una suma de retales: veteranos olvidados, jóvenes sin aplausos, refuerzos con más dudas que certezas. A cada paso, la prensa le recordó que su puesto en la cima sería decorativo.
   «Hubo periodistas que dijeron que si ganábamos 10 partidos sería mucho», declaró entonces. Y no lo dijo con rencor, lo dijo con hambre.
   Este viernes, cuando la pizarra era un puñal clavado en su banquillo, recordó todo. Su infancia en la tierra llana de Ciego, donde los sueños pesan más que el sol.
   Recordó cuando fue campeón olímpico en Atenas, cuando dijo que le gustaría tomar algún día las riendas del equipo Cuba y lo miraron como quien exige la luna sin tener escalera.
   Miró a Grandales y supo que ya no podía más. No le gritó. Solo lo tocó en el hombro.
   A Yomil González lo midió, lo protegió, lo soltó… y también lo cuidó del abismo. Entonces vino el paso más doloroso de cualquier director: confiar.
   Puso en manos del zurdo Alex Guerra —cuatro entradas de acero fundido en fuego— la esperanza de no morir ahogado en el cuartel de los Leones.
   Y luego, cuando el noveno episodio era un campo minado, fue por Leonardo Moreira, el joven que hoy se convirtió en hombre con tres outs esculpidos con lágrimas.
    Mientras todo eso ocurría, Miranda no daba órdenes, respiraba batallas. No es que el estadio estuviera dividido por congas, es que el alma misma de Cuba estaba allí: La Habana, herida y fiera, contra los tambores avileños que no se callan aunque los callen.
   En el quinto acto, cuando los suyos hicieron cinco carreras y voltearon la historia, no gritó, no saltó. Solo miró al cielo. «Una victoria más» se dijo, una más y nadie nos podrá borrar, y ya no seremos una sorpresa, sino una certeza. Una más, y esto será una epopeya.
   Miranda ganó su derecho a soñar, a sentarse con los grandes sin pedir permiso, a mirar a los ojos al país entero y decirle: «No importa si nadie cree en ti. Importa que tú sí lo hagas».
   Y cuando los Tigres celebraban su 7-5 en territorio hostil, él salió de la banca sin mirar atrás. No necesitaba aplausos, ya los había escuchado, hacía mucho, en el silencio de su fe.
   Porque Danny Miranda —el que no debía estar aquí— está escribiendo, con polvo y carácter, un libro imposible que aún tiene muchas páginas en blanco.