Un abrazo para mi padre

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Enrique Valdés Machín| FOTO Archivo
1950
21 Junio 2015

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Las imágenes son recurrentes. No olvido aquellas largas tertulias, muchas veces concluidas al filo de la madrugada sentado en el sofá mientras mi padre me “preparaba para la vida”.
   Muchos de sus consejos fueron de gran utilidad, de todos aprendí algo. El fue mi primer modelo de periodista, mi tutor, mi maestro... De aquellas conversaciones nació el amor por mi profesión.  
    Todavía no sé en que instante interrumpimos, sin previo acuerdo, esas tertulias. El tiempo no alcanzaba, eran otros los intereses.
   Sin dudas maduré, llegó mi hijo y con él nuevas preocupaciones. Dejé entonces de buscar sus consejos y asumí el derecho a equivocarme.
  La obligada distancia, la rutina y los quehaceres cotidianos crearon un imperceptible distanciamiento. Gozábamos cada encuentro fortuito en la rampa habanera, pero viví tan de prisa que en ocasiones apenas hubo momentos para el beso ocasional, el abrazo de siempre, el cómo va la cosa.
    El solía reclamarme como hoy lo hago con mi hijo, con ternura y comprensión, sin exigir mucho.
   Un día me enteré de su padecimiento y de la inquebrantable decisión de asumirla sin tratamientos invasivos. Lo veía mientras escribía sus memorias tratando de robarle al tiempo un poco más de vida. No pudo concluirlas.
   De repente la dura noticia. El dolor por la pérdida. El saber que después de todo la existencia debía continuar su curso. Fue entonces cuando valoré en toda su magnitud su ausencia.
   En no pocas ocasiones me sorprende el instinto de buscarlo, la necesidad de los encuentros fortuitos, el someter a su criterio cualquier trabajo, como lo hicimos siempre.
   Otras noches la madrugada se empeña en desvelarme y siento el dolor irremediable de no poder ya retomar las tertulias de mis años jóvenes, en el mismo punto donde las dejamos.
   No fue perfecto, yo estoy muy lejos de serlo, quizás por eso valoro de otra manera aquellas barreras levantadas más por inmadurez mía que por imperfecciones suyas, aunque entiendo y perdono sus errores en la medida en que mis hijos entienden y perdonan los míos.
   Días como estos siento un vacío inmenso. Me duele la obligada ausencia. El silencio se torna insoportable, más que todo porque no logro acostumbrarme a la idea de hablarle a lápidas frías, consciente de que quien reposa allí no puede escucharme.
  Días como estos también me pregunto: ¿qué hacer con todo lo que debí y no pude decirle? Y tampoco encuentro consuelo en las fotos viejas donde permanecen atesorados bellos recuerdos.
  Sin embargo, en jornadas como estas, además, no puedo olvidar que mis hijos y nietos me reclaman, que les sobran motivos para estar alegres y no merecen vivir esta tristeza adelantada.
 Y es que un padre, lo aprendí con el decursar de los años, es capaz de los más increíbles sacrificios sin desdibujar la sonrisa; nos acompaña en los momentos más duros y perdona si, en los de alegría, olvidamos incluirlo.
   Para quienes puedan leerme les regalo esta experiencia. Hoy puede ser un buen pretexto para curar resquemores, para sanar heridas. Solo hacen falta tres cosas: mucha voluntad,  un beso conciliador y un fuerte abrazo. (Por Enrique Valdés Machín, AIN)