¡Salud, Fidel! ¡Larga vida, Comandante!

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María Elena Álvarez Ponce
450
29 Noviembre 2016

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Diez años de gracia nos dio La Parca para hacernos a la idea de su partida y, sin embargo, henos aquí, desolados, debatiéndonos entre el pesar por la inmensidad de la pérdida, y la esperanzada creencia de que no se ha ido, que entre nosotros se queda y estará por siempre, a salvo de la única muerte de verdad, que es el olvido.
¿Qué decir que no se haya dicho ya, de mil maneras? Pasé días en shock, bloqueada y tozudamente negada a aceptar la realidad y cuanto escriba ahora corre el riesgo de resultar demasiado obvio y redundante.
Frente al televisor estaba anoche muy tarde, rumiando a solas la pena y llorando a mares, cuando un Fidel literalmente doblado de la risa ante una de las tantas ocurrencias de Chávez, su hijo del alma, me hizo pasar sin transición del llanto a la carcajada.
Vino a mi mente e imaginé igual otra risa suya incontenible, que no vi, sino escuché, en una de dos charlas telefónicas con él -hija de una hilarante confusión la primera-, que conservo intactas en la memoria como si hubiesen transcurrido apenas minutos y no años desde enero de 2011.
Todo este tiempo he preferido guardarme esos y otros recuerdos, más por timidez que por egoísmo, y si lo menciono ahora es porque creo que el retrato del Fidel que amamos nunca estará completo sin las pequeñas historias que de ese hombre extraordinariamente humano, millones de cubanos tenemos para atesorar y compartir.
¿Una Cuba sin él? ¿Cuál? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¡Hay tanto de Fidel en cada palmo de esta tierra y en nosotros! Se consagró a los demás, se dio entero y sin medida hasta el final, toda la vida, esa que en medio y a pesar del dolor, celebramos como una bendición y agradecemos como un regalo.
¿Virtudes, méritos, aportes, proezas? Sus contemporáneos de aquí y el mundo entero han hecho inventario minucioso. Bastarían para asegurarle la eterna gratitud de sus compatriotas, la unidad de este pueblo y la dignidad que para cada uno de nosotros conquistó, defendió durante más de medio siglo y simboliza,
Tal como sucede con nuestro Martí, cuanto se diga de Fidel jamás será suficiente, pero todo importa y lo define: el compromiso con los pobres y oprimidos, la capacidad de soñar y hacer, la pasión por la verdad y la justicia, la solidaridad que predicó y practicó, un corazón así de grande, la sed insaciable de saber, la inconmovible fe en los seres humanos y el triunfo de la virtud, su don de gentes, integridad, sensibilidad, hidalguía, personalidad arrolladora, verbo formidable, una fidelidad que hizo honor a su nombre, la vaga y a la vez muy real sensación de que su presencia llenaba e iluminaba todo…
Me quedo, sin embargo, con el espíritu indoblegable, la tenacidad y la vocación de servicio -a Cuba y su pueblo los primeros-, que del Apóstol heredó también su mejor discípulo y le acompañaron hasta el último de sus días.
Cuando se hable de Fidel Castro Ruz, habrá que recordar cuánto hizo antes y, también, después de caer gravemente enfermo en julio de 2006, ya retirado de la vida pública, sin cargo alguno, pero con un liderazgo, que su admirable combate contra la adversidad y un incesante magisterio, multiplicaron. Lo demuestran estos días.
De esa etapa final son su discurso en la clausura del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba y el artículo El hermano Obama, en mi opinión, su testamento político y que sumados a ese concepto de Revolución, que al suscribir hacemos nuestro, señalan un camino y reafirman la lucha como el único modo consecuente de vivir para un revolucionario.
A no rendirnos jamás, a enfrentar y vencer cualquier desafío, por insuperable que parezca, a trabajar y amar lo que hacemos, a no desestimar ninguna oportunidad de ser útiles, nos convoca para todos los tiempos. Haga bien cada quien la parte que le toca y la vida de Fidel -que no fue ni es otra que la Revolución- será eterna.