Cada primero de junio, Cuba se viste de fiesta para regalar a sus niñas y niños toda la alegría, la ternura, la dicha, el sueño posible y un inolvidable Día Internacional de la Infancia.
En 1954, la Asamblea General de la ONU acordó la celebración anual -en la fecha que cada país decidiera- de un día consagrado a promover la hermandad entre todos los infantes del mundo y procurar su bienestar. Como otras muchas naciones, Cuba escogió el primero de junio.
Festejar puede, razones tiene. Nunca serán suficientes la gratitud y el elogio a la obra de amor, justicia, salvaguarda y respeto, conquistada y defendida por la Revolución para sus más jóvenes hijos.
Verdad es, no apología, y la verdad ha de decirse, mucho más cuando los apremios de la vida y ese dar por sentadas las cosas y por común lo extraordinario, nos hace obviar algo tan cierto como que este domingo el planeta amanecerá igual, con millones de niñas y niños privados de sus más elementales derechos.
Lejos de celebrar, el orbe tendría en esa venidera jornada que llorar a mares, de rabia, dolor y vergüenza por los que han muerto, los que ahora mismo están muriendo y los que aún han de morir, por las bombas, el hambre, el trabajo esclavo, la explotación sexual, la contaminación, las drogas, las enfermedades prevenibles y curables o el bisturí que, uno a uno, les roba sus órganos vitales.
La tragedia de una infancia arrebatada o negada sin piedad a cientos de millones de seres humanos, provoca en los cubanos una mezcla de indignación y alivio. Nos sabemos a mil años luz de ese infierno, y con el raro privilegio de poder proponernos mejorar la calidad del disfrute de derechos garantizados a todos por igual, incluso desde antes de nacer.
Vivimos orgullosos de lo que hemos construido para nuestros pequeños, y de lo hecho para salvaguardar esa edad de oro, y legítimo es el orgullo, especialmente porque este paraíso no está en la culta Europa o la Norteamérica rica, sino en un país pobre, pequeñito y sitiado del Sur.
Pero, ojo, que la satisfacción no nos lleve a la complacencia presuntuosa y a creer que acá todo está bien, cuando no lo está. Aunque nos duela, no podemos negarnos a la evidencia, mucho menos después de “Conducta”, el filme-aldabonazo de Ernesto Daranas, que estremeció corazones y conciencias.
Si solo fuesen ese chico y su madre, ya tendríamos suficiente de qué preocuparnos y ocuparnos. Pero, hay en la Cuba de hoy más de un Chala y de una Sonia, igual que abundan las familias disfuncionales y conflictos que repercuten forzosamente en los niños, o de los cuales son sus principales víctimas.
Echemos un vistazo puertas adentro a los hogares cubanos y hasta en los “mejorcitos” veremos que las urgencias de la cotidianeidad dejan poco tiempo real para la educación y comunicación afectiva padres-hijos, como también veremos desatención -si no abandono-, pautas de crianza negligentes, mal manejo de situaciones y autoridad o tolerancia excesivas.
¿A cuántos padres y madres permisivos conocemos, que dejan al niño hacer lo que quiera, y cuántos hay que, incluso porque el pequeño no camina tan rápido como quisieran, le sueltan una palabrota, lo zarandean, y si se le ocurre protestar o llorar lo insultan, lo humillan y le pegan?
De cosas como éstas y peores somos con harta frecuencia testigos en el barrio, de visita en una casa, en la calle u otro lugar público. ¿Y qué hacemos? Apretamos los dientes, nos tragamos el reproche, nos decimos que es mejor no meterse, que cada quien cría a su descendencia a su manera, y fingimos no ver, como si al cerrar los ojos se esfumaran los problemas.
Sin embargo, no por ignorarlo desaparecerá. Crecerá a la par del niño –tanto del consentido como del abusado-; cual bumerán, más temprano que tarde se nos vendrá encima, y buscaremos entonces a un culpable cuando, ciertamente, responsables somos todos.
Nadie puede desentenderse de la educación de un infante, de su atención, desarrollo y bienestar material y espiritual: ni la familia ni la escuela ni la comunidad ni la sociedad y sus instituciones ni cada uno de nosotros, porque, definitivamente, en algún momento todos influimos y hasta podemos inclinar la balanza, para bien o para mal.
Celebremos, pues, este primero de junio, que razones no nos faltan, pero reflexionemos también y pongamos juntos manos a la obra, para "desfacer" entuertos y alcanzar por y para cada niña y niño toda la felicidad y una sociedad cada vez mejor, más justa, solidaria y plena.