Semejan esas imágenes vistas a través de un cristal, en pleno trópico, cuando un buen aguacero pega fuerte o cuando abrimos los ojos por primera vez en la mañana, los sueños aún se niegan a marchar y enredados en las pestañas tienden un difuso velo que no nos deja enfocar bien la realidad circundante.
Parecería también que algún gen del abuelo escocés, en el torrente de su sangre se impone y le trae a su presente, visiones de aquella neblinosa y nórdica isla hasta estas latitudes.
El joven artista Jorge Luís Bradshaw, con su perfil pálido y aguileño, de camagüeyano de rancio abolengo, poco usual por estos lares, encuentra también esa seducción de las cosas hechas con manos propias, sin mediación de instrumentos o herramientas, para dotar sus obras de un magnetismo especial que a quien las observa conmina a hundirse en sus fantasmagóricas, oníricas, surrealistas y atractivas atmósferas.
Capa sobre capa de pintura -transparentes, opacas o impenetrables-, sustancias reflectantes, golpes a intuición y natural talento, guían la creatividad del artista, quien parece incentivar la preferencia por esos universos paralelos que dejando anclas en la realidad, desatan las alas de la imaginación, quiebran la lógica cartesiana, para demostrar que la humanidad tiene capacidades para crear otros universos, vías liberadas de leyes conocidas, despojadas de ritos milenarios.
Sus obras que recurren a una restringida paleta de espartano empaque, gozan, además, de la potencialidad de sugerir el arcoiris desde la más augusta sobriedad.
Tanto en fotografías como en pintura y vidos, Jorge Luís abandonó los cánones establecidos , incluso el de la abstracción y nos propone otra manera de adentrarnos en nosotros mismos y en el entorno, para dejar testimonios de paisajes incapturables, de panoramas que apenas duran segundos en el cerebro, que él atrapa y comparte, con esa generosidad de los artistas visionarios, quienes garantizan que las utopías son posibles si buscamos alternativas y las dejamos vivir a nuestra vera, según sus propias apetencias.
Como heredero de ancestro escocés, como el buen Scotch Whisky, esos legados han movido su curiosidad y logra reunir avatares, de historias contadas por su abuela y más recientemente de un viaje a los Estados Unidos, el encuentro con algunos primos que le mostraron fotografías de su abuelo escocés, de la casa donde vivió en el norte de la isla británica y de otros detalles de aquella época.
Reflexionando sobre su obra, también atribuye importancia al ambiente de su hogar, con padres ingenieros, pero ambos estimulados por la creatividad y a disponer, cuando estudiaba en la academia de Puerto Príncipe, de un taller multioficios, donde el progenitor lo mismo armaba un equipo de refrigeración que cualquier otro aparato, con toda una gran estantería con piezas, sustancias químicas y herramientas, a su libre albedrío.
Allí alimentó su curiosidad experimental y dio riendas sueltas a una especial fascinación por la luz y sus reflejos, que investigó con todos aquellos líquidos y materiales.
Porque este inquieto creador tiene “el vicio” de atrapar la fugacidad, ese reflejo único, que a veces sólo puede percibir una persona cuando se mueve de un sitio a otro y desde determinada perspectiva, la luz y todo su prisma lo sorprende a uno.
Reconoce asimismo cierta influencia de la tendencia del abstraccionismo estadounidense de los campos de color, en la que se distinguieron en los años 40 y 50 del siglo XX Newman, Rothko, Still, Reinhardt, Gottlieb y Motherwell, aunque ellos se caracterizaron por la intensidad del color y las grandes superficies, y Jorge Luís sobresale por una parca y restringida paleta.
Sin lugar a dudas, este joven artista ha encontrado una senda muy personal y sugerente para expresarse y en su taller de La Habana Vieja, como galante aprendiz de brujo, aunque sin el riesgo de causar hecatombes, se afana por encontrar nuevas facetas inexploradas que puedan conducirlo, vayan a saber ustedes, a que nueva sorpresa.
Octavio Borges Pérez| Foto: Cortesía del artista
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01 Julio 2015
01 Julio 2015
hace 9 años