Ante la extensa línea costera del mar Caribe y el verdor de las montañas a la entrada de la bahía, justo en el Castillo de San Pedro de la Roca, Patrimonio de la Humanidad, se alza imponente el Faro del Morro de Santiago de Cuba, centinela del tiempo, de la ciudad y de los marineros.
Su historia comenzó en 1840, cuando Juan Echarte elevó a la Corona española, con el respaldo del Ayuntamiento del comercio y la ayuda de la Junta, la petición de establecer un fanal en la ciudad de Cuba (primer nombre de este centro urbano).
La obra se proyectó en el ángulo saliente al sur de la batería superior del Morro, con el objetivo de orientar a los navegantes y aportar ventajas al comercio.
Dos años después se inauguró la primera torre, de 15 metros (m) de altura, de forma hexagonal, estructura de acero y forrada con planchas de hierro fundido que funcionaba en sus inicios con lámparas de aceite de corsa, piedras de carburo y finalmente con aceite de oliva traído desde España en porrones de barro.
Desde entonces, hace 184 años, cada destello de luz se convirtió en sinónimo de esperanza para quienes buscan puerto seguro.
Tanisuka Duany, jefa de torreros y única mujer farera en Cuba, refirió que esta joya de la ingeniería no escapó a las turbulencias de la historia, pues durante la batalla naval del 14 de julio de 1898, los cañones de la armada norteamericana la destruyeron junto a la batería La Vigía y el semáforo marino.
De inmediato se construyó una estructura de madera de aproximadamente tres metros cuadrados de base y 2,75 m de altura, donde se colocó una linterna que funcionaba con una lámpara de querosén, acción que permitió mantener encendida la señal hasta 1902, cuando comenzó la edificación del actual faro, relató Duany a la Agencia Cubana de Noticias.
El que hoy se conserva se construyó en 1920 tras años de dificultades económicas y desvíos de presupuesto. Se levantó en forma de fundición monolítica encofrada con madera, y para su puesta en marcha se adquirió un nuevo sistema a la empresa francesa Barbier, Bernard et Turenne.
Ese faro, expresó Duany, llegó al puerto de La Habana en junio de 1918 a bordo del buque Homby Castle, se transportó en 61 cajas de madera con un volumen de 72 mil 440 metros cúbicos.
Su linterna está protegida con tres hileras de cristales de viento cóncavos de cinco milímetros de espesor, para un total de 36; dispone de dos caras con 400 lentes, de ellos 200 dióptricos y 200 catadióptricos.
Ella agregó que trabaja con una máquina de rotación como soporte de la óptica sobre una cubeta de mercurio, la cual gira mediante un mecanismo de relojería con un contrapeso de 660 libras que se vale de una cuerda de cinco horas y 10 minutos.
La óptica fue construida con una característica de 2,5 segundos de luz y 7,5 de oscuridad que emiten dos destellos cada 10 segundos con alcance de hasta 27 millas náuticas.
Mantener en funcionamiento esa maravilla tecnológica es tarea de los torreros, quienes a fin de cuidar la brillante pintura roja suben descalzos los 44 escalones de cuatro pisos, con el propósito de ejecutar 250 maniguetas para asegurar que la luz nunca falle.
Los 13 m de altura de la torre, más los 69 del promontorio donde está enclavado, elevan su plano focal a 82 m sobre el nivel del mar, el faro más alto de Cuba.
Nos corresponde continuar perfeccionando el trabajo para mantener la belleza de la institución, la eficiencia en el servicio y la preparación del personal, manifestó Duany, orgullosa de formar parte de una tradición centenaria y convencida de que su esfuerzo ofrece confianza y seguridad a marinos y aviadores.
El Faro del Morro de esta provincia suroriental no es solo ingeniería, es símbolo, patrimonio y promesa. Sus destellos narran una historia de resistencia y continuidad, de hombres y mujeres que han hecho del oficio de torrero un acto de amor y de vida.
En Santiago de Cuba, su haz de luz no solo guía barcos, también inspira a quienes miran al horizonte y creen en la certeza de que siempre habrá una claridad capaz de abrir camino en medio de la noche.