La Habana, 22 may (ACN) El sol caía hoy como plomo derretido sobre el «Bosque Encantado» del Julio Antonio Mella y, sin embargo, allí estaba él, con la mirada fija, el pulso intacto y el alma ardiendo como si el tiempo jamás hubiera pasado.
Yosvani Alarcón tenía el corazón latiéndole en el cuello cuando caminó hacia el plato en la décima entrada, con las gradas al borde de un rugido sagrado y las Avispas de Santiago de Cuba tratando de sobrevivir al zumbido de un estadio poseído por la esperanza.
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El partido, que había sido un ir y venir de emociones, se inclinaba ahora hacia lo eterno. 10-10. Dos hombres en base. Una sola decisión podía torcer la historia, y ahí estaba otra vez el bateador del destino.
No es el más paciente, nunca lo ha sido. Su swing nervioso, a veces impreciso, ha sido su marca registrada. Pero también su instinto. Su don. Porque Alarcón no selecciona lanzamientos, selecciona momentos, y cuando el momento lo llama, no hay lanzador que lo silencie.
Lo había hecho ya en el cuarto capítulo, cuando su jonrón número 199 en Series Nacionales sacudió la tarde y puso delante a los Leñadores. Había vuelto a responder en el octavo con otro imparable oportuno. Pero el béisbol, como la vida, no mide la grandeza en promedio de bateo, sino en el tamaño de los silencios que uno rompe.
Yosvani recordó entonces, quizás sin saberlo, los días en que nadie apostaba por Las Tunas, cuando los Leñadores eran solo un nombre bonito sin títulos. Recordó los campeonatos que ayudó a ganar, las veces que lo convocaron al equipo Cuba, y también aquellas otras en que lo ignoraron, incluso ahora, a los 40, cuando aún empuja carreras como quien respira: sin esfuerzo, sin permiso.
Recordó a su hermano Yordanis, el primero en abrazarlo siempre, a su familia y a los miles que gritaban su nombre desde las tribunas. Pero también pensó en él mismo. En el niño que alguna vez soñó con este instante, en el hombre que nunca se fue del monte, que siempre volvió al Mella con su hacha afilada.
El lanzamiento llegó como una promesa y lo castigó con una furia que no era rabia, sino certeza. La pelota surcó el cuadro, cruzó los nervios de los defensores, y terminó reposando en el césped, caprichosa. Los corredores se desbordaron. El estadio explotó. Las Avispas quedaron tendidas y el héroe, una vez más, fue él.
Sintió tensión en las rodillas por un segundo, como si el alma le pesara más que el cuerpo. Yordanis lo abrazó. Sus compañeros lo envolvieron, pero él solo miraba al cielo, como preguntando si el béisbol todavía tenía más capítulos por escribirle.
Porque si alguien merece un último golpe, ese es Yosvani Alarcón: el que no sabe rendirse, el que nunca se esconde, el que en cada playoff regresa a recordarnos que en el béisbol, como en la vida, la edad es un número, pero el coraje, una eternidad.
Hoy, bajo el mismo sol que lo vio nacer y lo ve batallar, el «Bosque Encantado» tiene un nuevo canto de victoria: “¡Alarcón lo volvió a hacer!”. Y lo seguirá haciendo mientras tenga un bate en las manos y el corazón dispuesto a incendiar la historia.