Con el embriague de un marcado odio, desde la ilegal Base Naval de Guantánamo, colorearon la tarde del 19 de julio de 1964 con los tintes de la muerte, cuando los insultos pasaron a convertirse en proyectiles hasta que una de las tantas balas en el aire atravesó el cuello de Ramón López Peña.
Tendidos en el suelo, cerca de por medio, marines yanquis arremetieron contra los guardias cubanos, quienes tenían la orden de refugiarse en las trincheras, sin rastro de miedo, pero sí conscientes de resistir a unas agresiones con el único sentido de la provocación y obtener el argumento para una operación militar de mayor envergadura.
Antes, con el cambio de turno, el joven de apenas 18 años jaraneó con sus compañeros sobre el estado de ánimo de aquellos "vecinos" alborotadores: "Vamos a tomar café, que esta gente está jodiendo mucho; hoy va a haber jodedera".
Para el hijo de Andrés y Eunomia sería una experiencia más para contar a los hermanos en el regreso a casa; sin embargo, en esa tierra arenosa, poco más de las 7:00 de la noche dejó las últimas bocanadas de vida.
Allí, en la ubicación de la posta 44, perecieron los planes de quien comenzaba a vivir, pues Ramón -horas antes- había patentizado el deseo de integrar las filas de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC).
El muchacho de La Morena, modesta comunidad de Puerto Padre, en aquel entonces perteneciente a la provincia de Oriente, sufrió los sinsabores de la pobreza reinante en la población campesina, por ello mantuvo la convicción profunda en el accionar transformador de la Revolución.
Las noticias vuelan rápido, las fatales más aún, por eso al Eunomia conocer el desgarrador aviso, las fuerzas solo le alcanzaron para llevarse las manos al rostro, mientras por dentro la consumía todo el dolor que solo una madre puede sentir ante la pérdida de un fruto de su vientre y, sin dejar margen a las dudas, encontró en el uniforme de miliciana el mejor atuendo para despedir a ese hijo que le arrebataron por rencores encumbrados; mientras para Andrés resultó igual de angustioso, más cuando le reiteraba con frecuencia: "Cuídate, mi´jo".
Si bien el dolor por el atroz crimen marcha perenne, los recuerdos mitigan a la familia López Peña, a sabiendas de que su bisoño labró en muy poco tiempo una trayectoria digna de admirar, cuando con 15 abriles ingresó en las Milicias Nacionales Revolucionarias y poco después en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).
Para 1962 formaba parte de la División No. 59 de Las Tunas, con la que se enroló en la lucha contra bandidos en los alrededores de Manatí, con la disciplina como bandera y actuar campechano que exhibían sus orígenes humildes.
Con los ojos sumergidos entre lágrimas y el puño cerrado a causa de la impotencia por tan vil siniestro, Cuba resguardó en el seno de la historia a otro de los hombres que no flaqueó a la hora de defender a la Patria.
Un pueblo enardecido dejó el último adiós para el primer mártir de la Brigada de la Frontera, quien, a su vez, abrió el camino de la militancia de la UJC en las FAR.
La raya divisoria sigue ahí, en el mismo lugar, esos soldados, conscientes o no, convertidos en homicidas cargan con la cruz de la vergüenza de cara al mundo; en cambio, Ramón López Peña partió hacia la inmortalidad y su nombre se multiplica en el compromiso eterno de las tropas fronterizas. (Gabriel Manuel Peña Ramírez, ACN)