La Habana, 13 ago (ACN) A la memoria acuden como en secuencia fílmica los recuerdos de hace casi nueve años cuando Cuba, aún con el alma estrujada bajo el signo de un dolor silencioso, firmaba el compromiso de ser fieles al concepto de Revolución pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz el 1ro de mayo del año 2000.
Ese clamor popular se fue asentando en los corazones, aún no preparados para el sentimiento de orfandad, hasta cuajar en el grito unánime de una Plaza de la Revolución repleta, a la altura de otras grandes citas: "¡Yo soy Fidel!".
Quizás entonces no supimos dimensionar el peso de esa proclama que, a través del tiempo y los sucesos recientes, invita a pensar como nación cuán cerca se encuentra la realidad de esa máxima.
La situación actual demuestra que, cercos imperialistas aparte, no todo el que gritó al calor del momento interiorizó las implicaciones de aquella analogía y cómo debía marcar el proceder y accionar cotidiano del conjunto de la sociedad para que fuera coherente con lo allí pronunciado.
En las pláticas informales en cualquier punto de la geografía nacional abundan las añoranzas por la conducción del líder histórico de la Revolución cubana en los años difíciles del Período Especial y cómo serían estos tiempos si estuviera al frente, pero muy pocos se detienen a pensar en el apartado de la responsabilidad colectiva de una patria comprometida entre todos a seguir el ejemplo de uno de sus hijos más ilustres.
Dicho cometido no sería posible si ante la crisis, la primera; la espiritual y de valores que redunda en la económica y no al contrario, cada cual se divide en la pequeña parcela del egoísmo y no práctica en cada espacio, aunque sea una ínfima porción de las enseñanzas de Fidel.
Y estas se desglosan en el humanismo, la empatía y la capacidad de posicionarse del lado de los más humildes, artífices y razón de ser del proceso revolucionario, de las que en ocasiones adolecen algunos dirigentes y funcionarios públicos, que desoyen los múltiples llamados a la sensibilidad y calidez que deben caracterizar a un revolucionario en tiempos de tanta necesidad compartida, no toda ella material.
No obstante la costumbre de adjudicar todas las responsabilidades del problema a los decisores, las raíces de algunas cuestiones recaen también en la indolencia de las personas que, bajo el pretexto de la supervivencia, eluden su papel en la construcción colectiva y depositan en otros su parte de culpas en el cómputo global.
Irónico resulta cuando estos, en la mayoría de los casos, cuestionan, con cierto aire de tener las respuestas para todo, las carencias actuales sin aportar soluciones plausibles; la cuales deben pasar, necesariamente, por el sentido de la solidaridad y humildad que caracterizan el alma del cubano.
Amantes del séptimo arte recordarán esa frase de David a Diego en "Fresa y Chocolate" cuando afirmaba: "Esas son las cosas de la Revolución que no son la Revolución". En efecto, por contradictorio que suene, la Revolución, como hecho inacabado y sin manuales, engendra figuras que nada tienen que ver con ella: el burócrata, el corrupto, el simulador, el que se dice revolucionario, mientras hace todo lo contrario a lo que esta promulga sin que se le genere ningún conflicto ético ni moral.
Ellos deberían aprender de la convicción de Fidel de que nada hay más grande que el proceso revolucionario, ni siquiera su propio líder, en el camino de cumplir las deudas de justicia y dignidad para todos.
Ese es el Fidel que debe guiar los rumbos de una patria en la lucha por ser mejor y que no dejará morir a su Comandante en Jefe en la víspera de su centenario.