Este 17 de noviembre, cuando la noticia recorrió Santa Clara, un silencio especial se apoderó del territorio. Bajo la sombra eterna del Che, nos llegó la partida de Luis Monteagudo, el guerrillero del Congo, aunque los hombres como él no mueren.
El aire se puso espeso, cargado de un silencio que solo rompe el susurro de la historia, Monteagudo, el viejo soldado, partió a la eternidad.
Son de esas noticias que, como él mismo diría: "no te dejan ni pensar".
Los hombres como él no mueren porque son semilla, y es que Luis aprendió en los calores africanos del Congo, en 1965, cuando junto a más de 100 cubanos siguió la quimera del Che de llevar la libertad a otro continente.
Él, negro como la noche congoleña, como casi todos los que cruzaron el océano en esa misión secreta, entendió que la lucha no tiene fronteras. Que la patria es donde un hombre oprime a otro y que los ideales, cuando son puros, son como el agua: buscan su cauce, aunque tengan que filtrarse bajo la tierra por años.
Al regresar, él no colgó el fusil, cambió de trinchera por los campos especiales de Cuba, su mano firme enseñó a otros el peso de un arma, la geometría de la mira, la ética del disparo.
Sus alumnos, futuros guerrilleros de América y África, no aprendían solo el arte de la guerra también aprendían a llevar la solidaridad y la libertad.
Ellos eran el relevo, el destacamento de refuerzo que asegura que la cadena no se rompe.
Porque la revolución no es un hombre, ni una batalla, ni siquiera una victoria. Es una cadena de espíritus que se pasa la antorcha en la oscuridad, y Luis, como eslabón fundamental, vio partir a sus estudiantes hacia sus propias guerras, sabiendo que algunos no volverían, pero que su causa sí lo haría, multiplicada.
Son los que, si deshecha en menudos pedazos llega a ser mi bandera algún día, ellos, nuestros muertos, la sabrán defender todavía.
Los hombres como Luis Monteagudo, como el guerrillero del Congo cuya partida hoy lamentamos, no se han ido.
Están en la tierra que defendieron, en el aire que respiraron los libres, en el silencio de Santa Clara.
Son la conciencia permanente, son los muertos que, desde su eternidad, se levantarán para enarbolar la bandera y defenderla.
Luis, el soldado poeta, el que contaba épicas en décimas campesinas, no pudo rimarle a Fidel. Quizás porque algunas historias son tan grandes que el verso se queda corto.
O quizás porque sabía que, para los hombres que son parte del Destacamento de Refuerzo, no hay adiós, ni punto final.
Sólo un «¡Hasta la victoria, siempre!» que retumba más allá de la muerte.
¡Ha muerto el guerrillero del Congo! ¿Qué digo yo que ha muerto? ¡Los héroes no mueren!
