Por más que arrecie la tormenta, por más que tiemble la tierra bajo los pies de su gente, hay una llama que no se apaga en Cuba: la del béisbol.
Es un fuego que no entiende de apagones ni de carencias, que no necesita gasolina ni permisos ni decretos. Arde porque forma parte de la sangre misma de quienes nacieron en este archipiélago largo y fino.
El béisbol en Cuba es herencia, rito, consuelo y resistencia. Se juega en los barrios con bates gastados y pelotas remendadas, pero también con la memoria encendida de glorias pasadas.
Aunque hace tiempo que ya no somos la potencia temida de antaño, aunque las vitrinas polvorientas duelen cual viejas fotos amarillas, seguimos mirando al diamante como quien contempla un altar.
Hay quien dice que estamos en ruinas, que la calidad se escurre por los poros, que la emigración ha vaciado las ligas y que la desidia —vestida de burocracia, errores y escasez— ha corroído el andamiaje que antes sostenía nuestros sueños.
Y tienen razón en muchos puntos. Las críticas no son gritos al vacío: son reclamos con nombre y apellido. Juegos a pleno sol, rectas que ya no asustan, defensas porosas, decisiones inexplicables desde los despachos…
La III Liga Élite del Béisbol Cubano expuso sin maquillaje muchas de esas heridas.
Pero también nos recordó que el alma del béisbol sigue viva.
La final fue un derroche de pasión y fidelidad. Ciego de Ávila barrió con autoridad a los bicampeones Leñadores de Las Tunas, y no lo hizo en silencio. Lo hizo ante estadios rebosantes, bajo la ovación de un pueblo que aún cree.
Luego, cuando los Tigres regresaron a casa, la provincia se detuvo. Miles de voces, de manos alzadas, de lágrimas secas por el viento, recibieron a sus héroes.
¿Puede alguien dudar, después de eso, que el béisbol sigue siendo el idioma más hablado en este archipiélago?
Pese a todo, seguimos. Nos cuesta, pero seguimos. Y no se trata solo de nostalgia. Es convicción. Porque cada niño que improvisa un guante, cada anciano que ajusta la antena para ver el juego por la televisión, cada emigrado que madruga en Miami o Madrid para leer cómo va su equipo, está sosteniendo una tradición que no entiende de fronteras ni de olvidos.
El calendario está cargado de desafíos: la Copa América de Béisbol, la Serie de Las Américas, la Liga de Campeones, el regreso a la Serie del Caribe y el anhelado VI Clásico Mundial. Y también, aquí en casa, la reaparición del Campeonato Nacional Sub-23, esa fragua donde comienza a forjarse el futuro.
En septiembre, además, volverá la Serie Nacional con su capítulo número 64, porque la historia se sigue escribiendo, aunque la pluma se quiebre y la tinta escasee.
Pero no basta con sobrevivir. Hay que renacer.
Es urgente cuidar el béisbol con paciencia, con devoción, con raíces profundas. Las autoridades tienen una deuda sagrada con este deporte que ha dado tantas glorias, medallas, mitos y motivos de orgullo.
No se trata solo de fondos ni de discursos. Se trata de visión, de estrategia, de amor real por el juego. Hay que distribuir lo que se tiene con justicia, evitar el derroche, premiar el esfuerzo, apostar por los más jóvenes, recuperar el nivel técnico y fomentar una competencia que exija, que eleve.
Y hay que unir. El béisbol cubano no puede seguir fracturado. Hay que tender puentes hacia quienes hoy brillan en otras latitudes, incluyendo las Grandes Ligas, si están dispuestos a vestir dignamente los colores del país.
No es solo una cuestión deportiva: es una causa de nación. No se trata de rogar ni de mendigar, sino de convocar con honestidad, con seriedad, con respeto a los tiempos y las voluntades. Si vamos al Clásico Mundial, que sea con lo mejor que tengamos, sin exclusiones injustificadas ni improvisaciones de última hora.
Porque cada vez que se canta play ball en cualquier rincón de Cuba, algo profundo se pone en marcha. Un viejo recuerda con los ojos cerrados, una madre detiene la olla para escuchar la radio, un niño descubre que puede soñar con un guante de trapo. Y un país, por unos instantes, vuelve a creer que todavía puede ganar.
Nada, absolutamente nada, ha podido apagar ese fuego. Y si aún arde, si aún late, es porque el béisbol no es un recuerdo: es un porvenir posible. Solo hay que tener el coraje de apostarlo todo por él. Como quien vuelve al amor de su vida después de los años, con las manos vacías pero el alma llena.
Porque Cuba y su pelota no se separan. Porque la pelota, como la patria, no se abandona. Se sufre. Se cuida. Se sueña. Y se defiende.