Armando Capiró: el último swing de una leyenda cubana

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ACN - Cuba
Boris Luis Cabrera | Foto: Playoff Magazine
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14 Noviembre 2025

La Habana, 14 nov (ACN) Cuba descubre hoy que le falta un latido: Armando Capiró ha muerto y el béisbol —nuestro patrimonio, nuestra memoria, nuestra forma de nombrar la vida— queda súbitamente más solo.

   Nadie está preparado para la caída de un gigante. Y Capiró lo era: un coloso silencioso, un artista de la madera y del instante, un hombre que parecía empujar el tiempo cada vez que alzaba el bate. 

   En los estadios de esta isla, donde las voces resuenan como si fueran parte del viento, su nombre aún flota con la fuerza de un eco que se niega a perderse. Se ha ido el pelotero que convirtió la elegancia en un arma y la precisión en un acto de poesía.

   La imagen vuelve, como un fotograma que alguien dejó pausado en la eternidad: Capiró entrando al cajón de bateo, número 9 en la espalda, y el murmullo creciendo antes del lanzamiento. 

   Hay peloteros que batean jonrones, pero hay otros que inventan un modo distinto de hacerlo. Él pertenecía a esa segunda especie. Cuando conectaba, la bola salía disparada como si intentara entrar en el cielo por su propia cuenta.

   Fue el primero en romper la barrera de los 20 vuelacercas en una temporada, el primero en arribar a 100 bambinazos, el hombre que obligó a los narradores a buscar adjetivos nuevos.

    En sus 14 temporadas dejó un mapa: .298 de promedio, 162 jonrones, 677 empujadas, 609 carreras anotadas. Como si con cada estadística hubiera ido tallando una figura para que nadie pudiera negar su sitio entre los inmortales, aun sin un salón que lo proclame.

   Pero su legado no cabe solo en cifras: se mide en gestos, en los muchachos que lo imitan dejándose llevar por los abuelos que repiten su nombre en voz baja como se recita una oración. Se mide en los seis campeonatos mundiales que ganó para Cuba, en los Panamericanos, en los Centroamericanos donde levantó promedios imposibles, en los jonrones que estallaron como bengalas de una época gloriosa.

   Capiró era un pelotero completo, casi mítico. Un hombre capaz de cambiar el rumbo de un campeonato internacional con el pulso sereno y la mirada afilada. En La Habana 1973, en Colombia 1976, en Italia 1978… siempre aparecía él como un faro entre la bruma, como el golpe definitivo en un duelo que parecía interminable.

   Hoy —esa palabra que él no alcanza a escuchar— su ciudad lo despide. Y en la funeraria de Santiago de las Vegas, donde su cuerpo descansa por última vez, el silencio pesa como un noveno inning sin esperanzas. 

   Su entierro tendrá lugar en la necrópolis de Colón, pero la verdad es que Capiró no cabe en una tumba: pertenece al estadio Latinoamericano, a los parques de barrio, a las voces que narran, a cada pelota que se eleva con rebeldía.

   El presidente del Inder, Osvaldo Vento, habló de su dolor. La Federación Cubana de Béisbol lo llamó “nombre imprescindible”. Pero la mayor definición es la de un pueblo que hoy agradece. Agradece su humildad, su claridad, su fuerza. Agradece que haya existido un pelotero así para recordarnos por qué este deporte es Patrimonio Cultural de la Nación.

   Capiró ha muerto, pero también es cierto que los grandes no se van: se apagan un instante para que entendamos cuánta luz dejaron detrás.