Parece que ahora mismo comenzará a escucharse el sonoro y rítmico sonido de sus parleras chancletas en diálogo íntimo con los adoquines de plazas, plazuelas y calles de La Habana Vieja.
Es como si la sensual mulata de perfil griego, saliera con los brazos en la cintura y el chal lánguidamente pendiente de codo a codo, a vendimiar su habitual cosecha de requiebros y exclamaciones más subidas de tono que entre el universo masculino colonial levantaba su hermosa figura, contoneándose por San Cristóbal de La Habana, tal como la describió Cirilo Villaverde en su novela.
Pero tal vez guarda en su seno un entrañable secreto, porque esta mulata habanera, podría decirse que está predestinada para que tras su desenfadada apariencia esconda una paradójica mezcla de alegrías y pesares.
Esta vez, acaba de salir de la Iglesia del Santo Ángel Custodio, está justo a escasos metros del atrio, sin cargar la condena de la tragedia, para acompañar a todo aquel que encuentre con ánimos de conocer a una de las más recientes ciudades maravillas, según a principios de diciembre dio a conocer la iniciativa New7wonders.
Ojalá que a pesar de llevar el atuendo que Víctor Patricio de Landaluce puso a su “Mulata de rumbo”, la nueva Cecilia, rompa el maleficio centenario que carga el mestizaje, visto desde ojos prejuiciosos y mojigatos.
Avatares para el nacimiento de esta Cecilia
Las mujeres hermosas suelen hacerse las difíciles y Cecilia no podría ser menos; bien lo sabe el artista Erig Rebull, a quien le tomó dos años hacer ésta, su primera estatua fundida en bronce y en ese ínterin muchas cosas le pasaron.
La más dura fue perder a su joven esposa de 32 años, Gisell Fundora, primera modelo para esta obra, de una enfermedad fulminante, después lidiar con la creación de la escultura, intregada por 18 piezas soldadas minuciosamente y algunas de ellas fundidas y vueltas a fundir más de una vez.
Erig afirma que si no fuera por la confluencia de bondades y amistades, nunca hubiera podido concluirla y a su lista de gratitudes suma, en primer lugar a la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, que le hizo el encargo y después al cercano grupo de amigos que directamente colaboraron en todo el proceso, al maestro escultor Lázaro Navarrete, esencial desde los pasos iniciales, con sus consejos técnicos y prácticos, desde prestarle sus herramientas y su taller de Arroyo Naranjo y acceder a construir un horno mayor porque la pieza no cabía en el existente,así como ampliar el crisol utilizado para darle más capacidad de recibir el metal.
También agradece el aporte de su amigo, el artista Kamyl Bullaudy, quien se erigió en una espada de Damocles con sus exigencias por la calidad a a cada paso y la supervisión constante.
Otro de los ángeles guardianes fue Idael Olivés, un fundidor artístico de muy buena casta, quien tiene a su haber la participación en los equipos que crearon las obras ideadas por José Villa Soberón y que pululan en varios lugares de La Habana.
Dígase el José Martí casi adolescente en las antiguas Canteras de San Lázaro –Fragua Martiana-, el John Lennon sentado en uno de los parques de El Vedado, La Madre Teresa de Calcuta de los jardines de la Basílica Menor del Convento San Francisco de Asís, El Caballero de París que parece caminar a la entrada de ese mismo edificio o el Ernest Hemingway acodado en la barra del bar restauante El Floridita.
Además resultó muy valiosa la colaboración de otro fundidor, Grabiel Trutié.
Y tampoco pueden faltar en esa relación sus amigas de la Asociación Cubana de Comunicadores Sociales, que le sirvieron de modelos en una u otra ocasión.
Erig, anteriormente había incursionado en la escultura y de eso hay evidencias en El Quijote, ese ingenioso juego tipográfico con su nombre, emplazado en el Parque Histórico Militar Morro Cabaña o la pluma gigante con la firma de José Martí, en el Memorial que rinde tributo al Héroe Nacional en la Plaza de la Revolución.
Pero esas son piezas en hierro laminado, que requiere de otras técnicas y con su Cecilia tuvo que recurrir a la dificilísima de la cera perdida y desentrañar todos los secretos y artimañas que un artista debe dominar para lidiar con la fundición del bronce.
Confiesa que hacer esta pieza de un metro 68 centímetros y un peso que ronda los 300 kilogramos, ha sido toda una escuela y después de tantos avatares cuando la emplazaron en la plazoleta, el mágico entorno la devoró y parecía muy pequeña, por lo cual tuvo que añadirle otros 10 centímetros de altura y crear una lámina delgada para adicionarla a partes de la anatomía como la cara, el pecho y los brazos, sitios en los cuales ni el más diestro soldador puede disimular la huella de un empate.
Finalmente vino el acabado: bruñir bien toda la superficie con cepillos de acero, cubrirla de un preservante que revierte la oxidación del bronce y pintarla de color oscuro con tintes verdosos, tono que dota a la figura de una atrayente sobria elegancia.
Mujer mestiza, transgresora y decidida, ahora Cecilia -todo un símbolo de la composición variopinta de la identidad cubana-, libre de cualquier maleficio o supuestas taras genéticas, espera a quien quiera acompañarla por los recovecos de la antigua Habana , con una semisonrisa irresistible, frente a la Iglesia del Santo Ángel Custodio.