Para el celador del orden en los suburbios habaneros Mariano Martí, de 37 años, el 28 de enero de 1853 fue un día para celebrar.
Su esposa Leonor Pérez, de 25, tuvo a su primogénito haciendo realidad los deseos del padre de garantizar su descendencia con un varón que con el tiempo siguiera su pasos, fuera honrado, ejerciera un oficio y le asegurará una vejez tranquila.
Aquel niño, al cual nombraron José Julián, superó en mucho las esperanzas de sus progenitores: fue honesto y además brillante en todo lo que hizo, escritor, poeta, periodista, profesor y político, pero no pudo traer la tranquilidad esperada por su familia.
Una existencia apacible y exitosa no sería el derrotero del recién nacido, consagrado desde la adolescencia a los azares y peligros del luchador revolucionario comprometido con la independencia de la Patria, por la cual daría la vida.
Sin embargo, llegó a decir, en carta a su hermana Amelia en 1883: “Nada me ha hecho verter tanta sangre como las imágenes dolientes de mis padres y mi casa”. Una mención vívida de las laceraciones que trajeron a su alma las separaciones e incomprensiones familiares.
Fue humilde y dura la existencia de sus progenitores y hermanas, pero la desdicha de la estirpe Martí-Pérez no provino de una flojera o vicios de Mariano, quien era un hombre íntegro en el servicio en el ejército español en su juventud y no sucumbió después a las prácticas corruptas en la burocracia colonial, vía expedita para el enriquecimiento de muchos de sus compatriotas.
El padre no entendió la inclinación de su hijo por el estudio y la creación intelectual, en lugar de dedicarse al comercio o a un oficio más tradicional y tampoco aceptó de buena gana sus primeras muestras de patriotismo.
No fue poco lo que José Julián sufrió por la incomprensión y la dureza del padre en su adolescencia, pero en una situación límite, cuando fue enviado a la cárcel y al trabajo forzado a las canteras de San Lázaro, en La Habana, a los 17 años, se reveló el profundo amor por su hijo patriota al verlo durante una visita con el hierro de los grilletes hiriéndole la piel.
Escribió el Apóstol sobre aquel encuentro en el Presidio Político en Cuba que al mirarle “aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango sobre la que me hacían apoyar el cuerpo”, estrechando febrilmente con espanto la piedra triturada, rompió a sollozar, mientras él luchaba por secarle el llanto, y un brazo rudo se lo llevó de allí, dejando a Mariano en la tierra mojada por su sangre.
Sobre ese redescubrimiento de los sentimientos del progenitor, cuando más necesitaba de su amor, escribiría Martí en carta a su cuñado José García en 1887: “En mis horas más amargas se le veía el contento de tener un hijo que supiese resistir y padecer” y agregaba: “A nadie le tocó vivir en tiempos más viles ni nadie, a pesar de su sencillez aparente salió más puro en pensamiento y obra de ellos”.
Según el artículo La Familia de José Martí, de la historiadora María Caridad Pacheco González, “doña Leonor Pérez Cabrera rompió con los códigos sociales de la época al aprender a leer y escribir de forma autodidacta”, aunque nunca trabajó fuera de casa y se limitó a cuidar y educar a la descendencia.
Agrega que procedía de una familia de Islas Canarias, la cual contaba con algunos recursos económicos,lacrecentados a poco de llegar a la Isla, cuando el padre ganó un primer premio de la lotería.
Ello les permitió vivir en una casa bastante espaciosa y cómoda en la calle Neptuno y en 1852 se unió en matrimonio con el militar valenciano Mariano Martí.
Pero la madre tampoco pudo sustraerse de prever para su hijo un futuro tradicional y seguro.
Sin embargo, al igual que Mariano, en los momentos decisivos supo respaldar y seguir amando a aquel hombre de estirpe extraordinaria, a su José Julián.
Aceptó el destino escogido por quien en su carta de despedida, al irse a luchar a Cuba el 25 de marzo de 1895, le dice ”¿por qué nací de Ud con una vida que ama el sacrificio?”
José Julián, el primogénito, reconocía así, como lo hizo en múltiples ocasiones, el rol desempeñado por sus padres en su formación ético-moral.