Caído en combate el 11 de mayo de 1873, Ignacio Agramonte y Loynaz, no necesita presentación entre los cubanos, pues es identificado desde hace mucho tiempo como el Mayor, en mayúscula, no solo porque ostentara los grados de Mayor General del primer Ejército libertador, sino también por su legado como símbolo de la juventud y el patriotismo bravío.
Cuando fue derribado de muerte por una bala que entró en la sien derecha, era un soldado extraordinario y un jefe militar y estratega de probada audacia y efectividad en todas las batallas, cuya huella aún relumbra en los apuntes de la historia de Cuba y hacen de él un ser casi legendario, incluso por haber muerto muy joven, como los héroes míticos, a los 31 años.
Dicen que el enemigo quemó hasta las cenizas su cuerpo, las cuales aventó para no dejar rastro de él en un empeño inútil que no medía la fuerza de su ejemplo y símbolo.
Llamado por José Martí “diamante con alma de beso”, había visto la luz en la ciudad de Puerto Príncipe del Camagüey el 23 de diciembre de 1841, como vástago de una familia de abolengo, culta y librepensadora, que le garantizó el acceso a privilegiadas fuentes de educación y la formación de recios valores morales.
Desde muy temprano quienes lo conocieron se refirieron a él como el Bayardo, por mostrar su hombradía de bien con el porte de persona valiente, corajuda, de modales de caballero pundonoroso, brillante en deportes como la caza con fusil y la esgrima.
En su vida breve dio lecciones en muchos ámbitos como el amor a la pareja, a la familia, el valor del decoro y la honradez y la práctica recta de la justicia.
El día de su muerte antes de clarear, recibió la noticia de la presencia enemiga en los contornos de Cachaza, en los llanos de Camagüey, y con la velocidad de un rayo arengó a su tropa y se encaminaron a dar combate. Quiso la suerte que en Jimaguayú, a unos 32 kilómetros de la ciudad de Camagüey y en una zona rural bastante conocida por el jefe mambí, se produjera el encontronazo.
Pocos años antes había participado en la confección de la inicial Constitución cubana, aprobada en una histórica reunión de mambises los días 10 y 11 de abril de 1869. Allí hizo gala de sus conocimientos y mostró su hidalguía.
Llegó lleno de vida y juventud a los campos de batalla, luego de fundar junto a otros patriotas la Junta Revolucionaria de Camagüey, a su retorno luego de obtener primero el título de Licenciado en Derecho Civil y Canónico en 1865 en la Universidad de La Habana y luego el de Doctor en ambas materias en 1867.
Con prontitud sobresale por su estrategia como organizador de la Caballería Camagüeyana, que puso en jaque a los españoles en la región central, con uso de su genio, conocimientos generales y disciplina. Ya en 1871, estaba al mando de las tropas mambisas hasta la jurisdicción de Las Villas.
Aunque la historia no soslaya, en nombre de la verdad y objetividad, las conocidas desavenencias de estrategia y método surgidas en la marcha de la Revolución con Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria e Iniciador de la primera guerra libertaria, los estudiosos en su mayoría consideran que Céspedes fue el que más cedió, a la hora de establecer las bases de la República en Armas; también Agramonte supo solventar con grandeza de alma y honradez tales desencuentros.
Enrique Collazo, Coronel del Ejército Libertador, quien conoció personalmente al Mayor y escribió:
“El trabajo que tenía que emprender era inmenso y solo un hombre con sus condiciones podría llevarlo a cabo, por fortuna el que debía hacerlo era Agramonte; al joven de carácter violento y apasionado, lo sustituyó el general severo, justo, cuidadoso y amante de su tropa; moralizó con la palabra y con la práctica, fue maestro y modelo de sus subordinados y formó la base de un ejército disciplinado y entusiasta”.
El cabalgar del Mayor por los llanos de su tierra, al frente de su formidable caballería de guerreros, se invoca a menudo por sus connacionales en días como los actuales en que los combates son otros, aunque tan raigales y decisivos como los de su tiempo.