El Malecón habanero, otra ventana al Universo (+ Fotos y video)

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Octavio Borges Pérez | Foto: Ovidio Acosta Rama
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06 Febrero 2015

malecon_habanero.jpgBasta un atardecer, para llegarse a  orillas del mar y acomodarse encima del muro, reclinarse lentamente y quedar panza arriba con los ojos bien abiertos.
  Entonces, en el firmamento, una conjugación de colores empieza a teñir las nubes con una cambiante paleta, profusa en dorados, naranjas, rojos que tornan hacia  violetas, azules vitrales, cobaltos, prusia y grises casi en instantes.
  De pronto, la historia del arte de la humanidad, con sus múltiples movimientos, pasa en unos momentos ante los ojos y pueden apreciarse desde fantásticas figuraciones hasta alocadas abstracciones, animales de fábula, dragones rampantes,   parejas amándose, una inmensa acuarela de Ernesto Camejo, cuadros de los más renombrados renacentistas, impresionistas franceses o el brillante colorido de una   Amelia Peláez, que poco a poco se obscurece y permite atisbar las eras de la sangre, llanto o ira,  de Oswaldo Guayasamín, hasta terminar con las atormentadas visiones de Francisco de Goya, para luego finalizar en un negro terciopelo, que poco a poco se agujerea con el titilar de las estrellas, los luceros, las constelaciones.
  Este –el Malecón Habanero- es el mejor sitio para apreciar amaneceres y atardeceres, sobre todo estos últimos.
  Si uno tuviera el poder de retener y  repetir tales sucesos,  nunca se cansaría de esa luz plena de los Trópicos, casi agresiva,  que comienza a velarse como tras una tenue muselina; un prisma gigante haciéndose añicos y una paleta barroca y desbordada, que poco a poco se va obscureciendo.
   Tornaría a ese amarillo enceguecedor  atenuando sus  resplandores  en gradual degradación que da curso a un naranja tornasolado, a su vez, trocándose en rosado que transita del rosa viejo, al púrpura encendido, tornasola a los sepias, a malva tenue cambiante hacia jerarquías obispales y como espejo líquido los grises plateados que parecen, se acercan, cada vez más obscuros hasta rondar el negro y asentarse en terciopeladas opacidades.
  Mientras, una estrecha espada de luz, a ras de  horizonte parece tajar al mar, se hunde y se pierde, sabrá Dios dónde.   Este –el Malecón Habanero- es el mejor sitio para apreciar amaneceres y atardeceres, sobre todo estos últimos.
      A eso súmesele el picor del salitre que invade las aletas de la nariz; quizá por la Corriente del Golfo que como torbellino invisible, remueve las aguas, atomiza elementos y desde lo insondable saca a la superficie tales esencias salitrosas, venidas de muy lejos, tal vez  desde los polos, de frialdades cristalinas asombradas  con los ardores del Trópico y que- según algunos viajeros observadores- son únicas en estos lugares.

 Malecón de La Habana, Cuba, sitio considerado como el verdadero rostro de la ciudad, fiel reflejo de la vida de sus habitantes, sus amores, juegos, tristezas y encuentros..

Sígase, entonces añadiendo nuevas singularidades, como  la brisa suave que corre como una caricia y los personajes que pululan por este largo diván costeño, desde niños, con sus padres, que gozan el riesgo de atreverse a caminar o hacer cabriolas sobre el muro, parejitas que se arrullan o una dama solitaria y abstraída en el horizonte, como si pretendiera escaparse de la realidad y navegar hacia mundos paralelos.
  Y todo con el fondo sonoro de las olas contra los arrecifes en un monótono arrullo que invita a ponerse filosófico y pensar en temas trascendente o aguzar todas las armas de la seducción para atrapar aunque sea una mirada de alguien que haya llamado nuestra atención.
  Músicos ambulantes que por unas monedas hacen incursiones en el hondo cofre de la trova tradicional criolla o en los géneros más emergentes de la música actual, vendedores de maní, bocados ligeros, bebidas o cuanto se pueda imaginar y esos personajes típicos que llaman la atención de casi todos, matizan ese puerto de llegada para pasar un rato memorable.
  A eso habría que añadir la complicidad, esa expresión fácil de muchos cubanos para transmitir al otro que hay otro ser semejante cercano y sintiendo algo parecido.
  Ese incendio cotidiano, que para muchos pasa desapercibido, es uno de esos grandes lujos que regala –gratuitamente y para todos- natura a quienes viven por estas latitudes...
   El Malecón Habanero parece destinado, casi siempre, a los encuentros, a los amores, al descubrimiento de una charla fortuita y distendida con alguien   que habita países con seis meses de crudo invierno, una isla continente en las antípodas del planeta o un suramericano que nos devela, aparentes ocultas herencias y complicidades. Este es un sitio sin aduanas, pasaportes ni visas, donde pueden cruzarse seres de todas partes, incluidos los imaginarios, los soñados y a veces, los temidos,  con quienes cada quien va poblando su interior universo personal.
  En solitario, con tu pareja e idealmente con un grupo de amigos, una cita con el Malecón, casi siempre resulta una pausa armoniosa, distendida, una bocanada de sosiego y una ocasión para ponerse en comunión  con este mundo nuestro y vislumbrar que, a pesar de las crisis globales, las hecatombes naturales y provocadas, el terrorismo, las imposiciones de los poderosos, la miseria, desidia, maldad  y el egoísmo, hay muchas cosas que nos inspiraran a sacar lo mejor de cada uno  y tratar de encontrar una senda viable para el futuro del hombre como especie.

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